Editorial Hijos de Muley Rubio

Piel española

lachancaCarlos Santos.

Me llamo Carlos Santos Gurriarán Gutiérrez López Pedraz Gurriarán Romaní Orcazberro Segura Gómez y soy de aquí. Mejor dicho: vivo aquí, pues no soy de ningún lado. La verdad es que , puestos a escoger, lo tendría muy difícil: resido en el centro de Madrid, ciudad con la que mantengo una intensa relación amorosa, pero me siento de Almería, donde me crié y donde vive lo mejor de mi familia. Hijo de madre gallega, del Barco de Valedoras, y de padre salmantino, de una calle muy cercana al Campo de San Francisco, nací en San Cebrián de Castro, un pueblo de la ribera zamorana del Esla, que por puro milagro se salvó de los embalses. Raono razonablemente bien el catalán: pasé varios años en Sant Cugat del Vallès, empujado por los flujos migratorios de la época, y trabajé para varios periódicos de Barcelona. Siempre que puedo, bajo a Sevilla, a echar un rato con mis parientes y amigos (tengo casa junto al campo del Betis, soy socio del Triana FC y cliente preferencial de Paco Mira, en la Puerta de la Carne) o subo al País Vasco para comer, beber, cantar y conversar, no siempre en ese orden, con mis amigos y parientes de Algorta, Zumárraga, Zaráuz, Bilbao, Vitoria o Lasarte, gentes y pueblos que quiero con el alma. Claro, que mi alma también necesita frecuentes baños de renacimiento en las costas de Valencia y de ternasco en el Pascualillo de Zaragoza. Todos los años, en la noche del Jueves Santo, me encontrará usted con una túnica negra y un tambor en la rompida de Andorra de Teruel. Pero mi mundo y mi gente no terminan ahí: tengo un cacho de corazón en Santa María de Ixcán, una aldea de Guatemala donde aún sufren las secuelas de ese genocidio del que no quiere saber nada nuestra Audiencia Nacional; otro en el condado de Roscommon, al noroeste de Irlanda, y alguno en Loyanghalani, junto al lago Turkana, en la frontera de Kenia con Somalia.. Amo bastante, por cierto, a una señorita de Miajadas, provincia de Cáceres, que a veces me corresponde.
Comprendo que se haya saltado usted el engorroso currículum, paciente lector, pero le invito a repasar mis apellidos, entre los que hay varios de origen judeo-cristiano, uno medio lusitano, tres vascos de pura cepa y uno de raíces gitanas que me tiene particularmente orgulloso. No puedo remediarlo: tengo la piel española. Como dice en castellano cervantino mi amigo John Maher, irlandés de Dublín, soy un «joío español», me pnga como me ponga, por más que algunos, al inventarse su historia, pretendan de paso reinventar la mía. Lo siento: Historia no hay más que una y a cada cual le toca la que le toca. La que yo llevo a cuestas, de buena gana, es el resultado de varios siglos de cruces y trasiegos, mezclas y fusiones, subidas y bajadas, culturas y contraculturas, conquistas y reconquistas. Unas mañanas amanezco moro y otras cristiano, unas celta y otras ibero, unas romano y otras judío, unas payo y otras gitano, unas rifeño del Norte y otras euskaldún del Sur. ¿Qué le vamos a hacer? Estábamos tan contentos en Almería con nuestros barcos de vela, nuestras fábricas de seda, nuestras mezquitas y nuestras chilabas cuando llegaron unos tipos de Vizcaya, de Navarra, de Soria y sitios así, portando un pendón morado, y nos quitaron hasta los apellidos. Que algunos de estos tipos, responsables de que los patronímicos Vizcaíno y Navarro ocupen hoy media guía telefónica de Almería, digan ahora que los conquistamos nosotros a ellos me resulta curiosísimo. Pero tampoco me preocupa demasiado: la leyenda también forma parte de la Historia.
Mi primer deseo para el tercer milenio es que me dejen ser como soy y a usted le dejen ser como es. Y nos dejen vivir tranquilos, a usted y a mí, en un lugar y en una sociedad que ni siquiera escogimos pero que al cabo de los años vamos haciendo a nuestra manera: una sociedad abierta, sin manías, sin muros, sin límites, sin escudos. Una sociedad cuyo principal signo de identidad es la mezcla, la fusión, el contacto y el encuentro entre las gentes. Un sociedad donde nadie puede apropiarse de la Historia, donde nadie puede imponernos por la fuerza sus banderas o sus «ismos» (fascismos, estalinismos, liberalismos, fundamentalismos, nacionalismos…), donde todos somos iguales y diferentes a la vez, y nadie puede ponernos en el debe lo que sólo pertenece a nuestro haber: sexo, lugar de nacimiento, ideología, color o religión.

No soy de ninguna parte, pero vivo aquí: me gusta. Me gusta porque en este aquí mío, que no es una ensoñación sino un aquí de carne y hueso, no sabemos de exclusiones ni de sectas. En mi mundo, que nace en la barriada del Zapillo, junto al mar Mediterráneo, y llega hasta la selva guatemalteca, en las orillas del río Ixcán, pasando por el barrio viejo de Donosti, vecino del mar Cantábrico, y por el pub más antiguo de Irlanda, que se llama Brazen Head hotel y mira al río Liffey, hay sitio para todos. Pertenezco a este mundo, pero no me pertenece. Pienso, por ejemplo, que el hecho de haber llegado a esto que llamamos España unos años o unos siglos antes no me da derecho a cerrarle las puertas a los otros: a esos nuevos españoles que llegan a chorros en las pateras y que nos van a pagar las pensiones, con su trabajo y su esfuerzo, a quienes llegamos antes. Pienso, además, que nadie tiene derecho a cerrarme a mí unas puertas que tampoco son suyas: todos somos hijos de la inmigración y todos, incluidos los nacionalistas terminales (sean vascos, españoles o socuellameses), somos hijos de la mezcla. Mi primer sueño, en la portada del milenio, es que tarde o temprano todo el mundo se dé cuenta. Cumplido ése, todos los demás sueños míos de libertad, igualdad y armonía universal caerán por su propio peso.