Alfonso Lázaro.
Aquella mañana, como todas, se abrieron las puertas del mercado con toda normalidad. Las bisagras se desperezaban en un lento abrir de sus hojas, como si se estirasen los huesos de la madera en ese recorrido diario. Los comerciantes, como siempre, discutían por la colocación de sus puestos mientras descargaban las carretas y se apresuraban por introducir sus productos para ocupar los sitios más vistosos, más limpios, más transitados. Los primeros buscavidas, como siempre, olían a engaño. (más…)