Editorial Hijos de Muley Rubio

La muerte del mercader (…o cuando los dioses reparten hostias)

 

Natalia Cuenca y Alfonso Lázaro.
Natalia Cuenca y Alfonso Lázaro.

Alfonso Lázaro.

Aquella mañana, como todas, se abrieron las puertas del mercado con toda normalidad. Las bisagras se desperezaban en un lento abrir de sus hojas, como si se estirasen los huesos de la madera en ese recorrido diario. Los comerciantes, como siempre, discutían por la colocación de sus puestos mientras descargaban las carretas y se apresuraban por introducir sus productos para ocupar los sitios más vistosos, más limpios, más transitados. Los primeros buscavidas, como siempre, olían a engaño. 


Aquella mañana, como todas, el silencio de la noche paría los más dispares sonidos. El chirriar de las ruedas, el ladrido de un perro, la misericordia de un mendigo, las carreras de los niños, las gallinas en sus jaulas, los gatos sueltos, el relinchar de los caballos, la insinuación de una puta, los bidones rodando, el cantar de un pájaro, el ladrón que no hace ruido y el ruido de los carros… Y otra vez los gatos. Aquella mañana alguna gata callejera estaba en celo.


La estancia, de inmensas proporciones, se iba llenando de ganado, que en corrales improvisados convivía con las moscas. Pescado salado y olores. Cereales, encajes y moscas. Huevos, aceite, vino y olores. Miel, frutas, hortalizas, perfumes y moscas. Sedas, dulces, almendras, conejos, higos secos y olores. Lino, especies, incienso, queso, cuero, ungüentos, pollos, moscas… y olores.


Todas las mañanas parecían réplica de las anteriores, los mismos insultos y discusiones, las mismas palabras y situaciones, las mismas quejas y las mismas respuestas.


Aquella mañana, como todas, se abrieron las puertas de la iglesia y entraron los mercaderes.


Los dioses formaban parte de la compraventa como si del mismo comercio se tratase, vendiendo paz interior con una mirada inexpresiva, con un gesto sereno, el cielo, con una postura divina, deseos. Desde sus pedestales, y en segundo plano, bendecían los negocios, como si de su mismo negocio se tratase. Los vendedores eran generosos si les acompañaba la suerte, los ricos si mantenían su riqueza, los pobres si comían ese día, los viejos si olvidaban su pena…


Aquella mañana la recordaran todas las mañanas.


Había terminado el trasiego y en sus puestos los comerciantes atendían a la clientela. El regateo, el tira y afloja, el sí y el no, el tengo otra cosa, el mire esto… para volver al regateo. Mientras tanto los titiriteros, mezclados entre el público, arrancaban una sonrisa. El músico ciego templaba el ambiente. El mono amaestrado siempre hacía los mismos números… él… y ellos, con la misma mirada, como si de la misma evolución se tratase, evolucionando paralelamente. El mono amaestrado imitaba a los humanos, cargando con sus defectos, como si del mismo humano se tratase.


Fuera, la ciudad estaba revuelta. Se esperaba la llegada de un profeta, más que un profeta, más allá de las limitaciones de un profeta. También sería tentado y humillado… como cualquier humano. También se sentiría solo y acorralado… como cualquier humano. También tendría que llorar y esperar tiempos mejores… como cualquier humano. También sería orgulloso y despiadado… como cualquier humano. También sería, sin ir más lejos, un humano, con sus fallos, alguien más evolucionado, como si se hubiese adelantado a sus tiempos y tal vez a los nuestros, como si no existiese el tiempo y el tiempo fuese su recuerdo por los siglos de los siglos, aún pasando el tiempo, repetitivo, despiadado, ajeno al tiempo, como si del mismo tiempo se tratase.


Fuera, la ciudad estaba revuelta.. Se esperaba la llegada de un profeta.


Habían llegado muchos a la plaza, mansos, sucios, humildes y harapientos. Profetas de ociosos. Todos con un dios, todos con una promesa, todos con una bendición. Los profetas. Y no habían servido de nada, de nada sirvieron sus palabras, de nada su dios, de nada sus promesas, de nada su bendición. Habían llegado muchos a la ciudad y predicaban en la plaza. Era cómodo para los mirones, no tenían que echar monedas, no se pasaban bandejas, ni sombreros, ni panderetas. Crear conciencias gratis, sin sombreros, ni bandejas, sin manos extendidas y sin panderetas. Mientras tanto, el mono amaestrado repetía los gestos de los humanos, como si de un humano se tratase. Lo triste del caso es que a la gente le hacía gracia, y a su paso, le echaba una moneda. El mono, rápido, se la daba a su amo. Los dioses, impasibles y en segundo plano, observaban el espectáculo.
Los puestos callejeros, con sus toldos de rayas, daban un colorido singular a la plaza. Los transeuntes, viendo todo sin fijar la mirada, sólo se paraban en los objetos que les interesaban… y otra vez el regateo, el tira y afloja… Dentro, en la iglesia, el comercio estaba más animado. Fuera, la plaza estaba alterada. Se esperaba la llegada de un profeta.


– «¡El hijo del carpintero está cerca!. ¡Viene con unos que eran pescadores!», gritaba un carretero que transportaba sandías.
– «Ese ha hecho algunos milagros», dijo alguien.
– «Creo que es el último profeta», añadió otro.
– «Dicen que es el hijo de dios, o eso dice él», apuntó un cojo.
– «Sí, Jesús de Nazaret. Yo era su vecino», comentó un vendedor ambulante.
– «¿Y si es el hijo de dios? ¿Nos merecemos nosotros esta visita? ¿Acaso no ve nuestras miserias? ¿Acaso no controla nuestros actos?», preguntaba un predicador exaltado.
– «Ha hecho milagros, a mí me lo han contado», dijo un tipo alto.
Dios y el humano. El uno hecho a imagen y semejanza del otro, pero el otro, mundano en sus actos, y el uno, místico en los suyos. Uno y otros en mundos distintos, en distintas dimensiones, para uno el tiempo es eterno, para los otros, limitado. Uno habla por medio de profetas, los otros por los codos, sin temor al ridículo, sin miedo a la ignorancia. Uno es temido por su furia, otros, envidiados por sus riquezas. Uno y otros… ¡Qué gran decepción para un ser todo inteligencia el reconocer que su obra ha sido un fallo!.
– «Ese ha hecho algunos milagros», repitió alguien.
– «¡Qué repita el del vino!», dijo un borracho riéndose, y como sosteniéndose en la botella, se zarandeaba bruscamente. «El del vino está bien, es un buen milagro», repetía el borracho incordiando a las mujeres.
– «¡Que sabrás tú, viejo borracho. Deja de beber y vigila más a tu mujer, que te la está pegando!».


Un corro de risas invadió el espacio descargando el ambiente. El hombre se escurrió entre la gente y desapareció, posiblemente se fue con el bodeguero a contarle sus penas y sus sueños, sus desgracias y anhelos. Como siempre, terminaba hablando solo, se reía, lloraba, se alteraba, daba un puñetazo en la mesa, para volver a reir. Los estados de ánimo se sucedían rápidos, inconsecuentes, repetitivos. «El del vino es un buen milagro», seguía pensando.

 

LA MARCHA DE LÁZARO
Federico Utrera

Escribo estas líneas releyendo un cuento inédito de Alfonso Lázaro que tituló «La muerte del mercader (… o cuando los dioses reparten hostias)». Uno de sus personajes lo concluye con un pensamiento: «El del vino es un buen milagro». Así era Alfonso. Una encarnación más del personaje de don Miguel de Cervantes y Saavedra habiendo sólo hojeado unas páginas del Quijote. Cuando le dije adiós hace unos días me ofreció un último cigarro a su mala salud. Su entereza y dignidad parecían sobrehumanas.

Otros glosarán la trayectoria de Alfonso en el periodismo, el diseño y el grafismo por Almería y Madrid. Me toca el amigo. Fueron 25 años trabajando juntos, más lejos o más cerca, viviendo en las mismas ciudades, incluso en la misma casa, pero sobre todo disfrutando y riendo, mezclando esfuerzo y vida con mínimo recato. Era el espíritu que más escrupulosas convicciones morales y éticas he visto desprender nunca, siendo como era arreligioso e irreverente. Hablaba con dios de tu a tu, privilegio de los corazones poderosos, aunque solo creía en lo invisible. Jamás engañó a nadie ni se guardó nada, a veces hasta para cobrar rehuía al pagador, consideraba que casi todo lo que hacía era débito de la amistad o valía poca cosa. Algún desalmado se aprovecharía de las circunstancias. Un influyente periodista en Madrid me sugirió una vez que presentara sus libros al Premio Nacional de Edición y no lo estimo osadía: el dramaturgo Fernando Arrabal o las familias de Juan Ramón Jiménez y Vicente Blasco Ibáñez fueron algunos de los que me felicitaron como editor por lo que sólo eran sus creaciones. Estaba estéticamente al día y tecnológicamente a punto. Pocos usaban el programa quarkXpress con su habilidad y pericia, manejó uno de los primeros Apple. Y además tenía buen gusto. Si hubiera vivido en Flandes en el XVI, hubiera abandonado los Tercios para ilustrar y montar los tipos con el impresor Plantino. Era un artista de lo cotidiano, si le pedías más lo ahuyentabas y te perdías el lujo de sus artes gráficas, que en un principio fueron bautizadas así no por casualidad.

Guardaba un tipómetro como recuerdo, era un romántico de la tinta y las imprentas. Del campo, el pueblo y el compañerismo. Rodó por periódicos, revistas, agencias de publicidad y editoriales y en todos dejó estela de su impronta. !Tan difícil! Algun volumen deja huella del día que me presentó al poeta José Angel Valente, aquí tuvo sus mejores amigos, como en el mundo de la medicina y la sanidad, que le venía de tradición familiar, como entre la gente de Abla, donde fabricó tantos sueños, entre los artesanos, los agricultores, los bares, los automóviles… No ha sido una sorpresa el último viaje de Alfonso quizás porque, consciente de su grave enfermedad, se fue retirando poco a poco, sin hacer mucho ruido, sin molestar, sin quedarse con nada ni con nadie, sin sufrimientos estériles ni despedidas melodramáticas. En ese cuento que escribió, un ser todo inteligencia se lamenta al reconocer que su obra ha sido un fallo. No somos perfectos, ni los médicos son dioses, ni el hombre es dios, mal que nos pesa. Alfonso lo sabía bien. Pero entre todos los que lo queremos, que somos muchos, flota la rara coincidencia de que ese fallo en el programa deja una estela rara en estos tiempos. La de una buena persona honrada y con principios, muy generosa. Vivió y dejó vivir, una excepción en toda regla. Lázaro, el del milagro, tambien lo era, aunque su personaje prefiriera el del vino. Bebamos una copa por la memoria de alguien que puso su grano para realzar la cultura y la letra impresa, que hizo esta jaula más abierta, simpática y habitable. ¡A tu mala salud, Alfonso!

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