J. L. López Bretones.
Antonio Colinas se ubica como poeta en la llamada Generación del 70 o de los Novísimos, un grupo de aliento verdaderamente renovador que surgió como respuesta frente a los presupestos más específicamente realistas de promociones anteriores. Colinas, que consiguió ya con su segundo libro el accésit del prestigioso Premio Adonais, ha cultivado también otros géneros literarios, como la novela, el relato breve, la biografía y el ensayo. Entre 1970 y 1974 residió en Italia, donde trabajó como lector en las universidades de Milán y Bérgamo. A lo largo de treinta años ha ejercido la crítica literaria en diversos periódicos y revistas, siendo asimismo uno de los más reputados traductores de de la poesía italiana, de la cual acaba de publicarse en edición suya una extensa antología en la editorial Espasa-Calpe.
EL pasado catorce de febrero Antonio Colinas visitaba Almería (única provincia andaluza que aún no había tenido oportunidad de conocer) con el objeto de realizar una lectura en el Aula de Poesía que la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento ha recuperado para nuestra ciudad. Antes de ese acto pudimos conversar con el poeta, que cuenta en su haber con premios tan relevantes como el Nacional de la Crítica y el Nacional de Poesía, y plantearle las siguientes cuestiones en el marco anticipadamente primaveral de la Isleta del Moro.
Pregunta: Tú has desarrollado buena parte de tu vida en provincias: La Bañeza, León, Córdoba, Ibiza y ahora Salamanca. Tus años en estas ciudades, alejado del centro, ¿respoden a una elección consciente, voluntaria, o más bien a otro tipo de motivaciones?
Respuesta: No se deben a un proyecto vital previamente elegido, sino que han sido las propias circunstancias de mi vida las que me han ido llevando a esos lugares. De cualquier forma, todos los sitios son emblemáticos, y soy de la opinión de que en lo más local se puede hallar lo más universal, siempre que tu visión sea también universalista y abierta, que poseas una especie de contemplación universal del espacio. Los ámbitos periféricos suelen tener una profunda personalidad, y en ellos he solido encontrar lo que Mircea Eliade llamaba «el espacio fundacional»: un espacio en cierta medida atemporal, sin fechas, sin nombres identificativos, pero poseedores de unas características profundas absolutamente marcadas. De todas formas, sí que he procurado en la medida de lo posible no echar raíces en ningún sitio concreto.
P.: ¿Qué idea, qué reflejo, a grandes rasgos, te parece que ha tenido la cultura provincial o provinciana en nuestro país?
R.: En general ha tenido una imagen más bien negativa, peyorativa. Las diversas manifestaciones artísticas o culturales surgidas desde la provincia han acostumbrado a ir acompañadas de una idea de lo realista, de lo costumbrista o lo regionalista cuya mayor deficiencia era, en efecto, la falta de esa visión universal que siempre se ha exigido del arte. La contraposición o el contraste entre provincia y capital ha estado, en este respecto, muy marcada en España, casi siempre con menoscabo para la primera.
P.: ¿Te sigue pareciendo, por tanto, que culturalmente España sigue siendo, en lo fundamental, un país centralista?
R.: Así es, aunque la provincia, hoy día, ya no tiene por qué ser ese espacio cerrado y volcado sobre sí mismo al que antes me he referido. Los medios de comunicación, el flujo constante de todo tipo de información o la propia labor enriquecedora de las Universidades -muchas de ellas de reciente creación- hacen posible que el marco de la provincia aparezca hoy mucho más abierto que en épocas pasadas. Y en cuanto a la creación literaria, la provincia puede ofrecer la nada desdeñable ventaja de permitir la escritura en soledad, lenta y cuidadosa, alejada de la dinámica de las presentaciones, las promociones y toda esa parafernalia literaria que distraen al escritor de su trabajo más auténtico.
P.: En su discurso de ingreso en la Real Academia, leído en 1897, Pereda defendía la literatura regionalista en cuanto que «tiene más puntos de contacto con la naturaleza que con la sociedad, con lo permanente que con lo efímero y pasajero, con la eternidad del arte que con el humano artificio de las circunstancias». ¿Estarías de acuerdo con esa visión?
R.: Hasta cierto punto, sí. Ten en cuenta que la Naturaleza es un elemento, un ámbito singularmente fertilizador, es lo universal por excelencia. Por ejemplo, ¿cómo se podría considerar culturalmente provinciano un espacio como el de Almería, abierto al Mediterráneo, lugar de confluencia y puerta de entrada de las más diversas culturas: fenicia, griega, árabe, latina? Desde luego, en Almería puede uno sentirse más en contacto con lo universal, con lo esencial -en el sentido al que antes me he referido- que, digamos, en Madrid, donde esa fuerte potencialidad simbólica queda diluida en los aspectos más formales, más artificiosos que conforman una cultura.
P.: ¿Sería posible entonces establecer cierto paralelismo entre el tópico que contraponía corte y aldea, formulado entre nosotros en el siglo XVI por fray Antonio de Guevara, y la oposición más moderna entre capital y provincia?
R.: Con algunas matizaciones, sí, por supuesto. Aún puede funcionar perfectamente esa antítesis entre lo esencial y lo artificial, entre lo primordial y lo meramente formal que podemos hallar en uno y otro contexto. En definitiva, la oposición entre un espacio más a propósito para lo contemplativo, para el beatus ille que cantaron Horacio y fray Luis, y otro espacio donde el bullicio y el apresuramiento hacen menos propicio esa tendencia hacia el silencio y el conocimiento profundo de las cosas que con tanta intensidad sintieron autores como Leopardi o los románticos alemanes, por ejemplo.
P.: ¿Hasta qué punto consideras que en el provinciano se mezclan los sentimientos de nostalgia y de resentimiento hacia la capital?
R.: No creo que exista actualmente ese resentimiento del provinciano hacia la capital, y en cuanto a la nostalgia es cierto que, entre los escritores, aún puede percibirse ese deseo por conseguir para sus obras la caja de resonancia que Madrid o Barcelona pueden brindar a través de sus potentes editoriales o de sus medios más externos. Pero, desde luego, hoy en día no creo que sea tan imprescindible para la difusión de una obra el hecho de que sus autores hayan de establecerse en esas ciudades o que tengan al menos que experimentar necesariamente la aventura capitalina, tal y como ocurría, por ejemplo, con los autores del 98 o del 27. De todos modos, este fenómeno del centralismo se ha visto tradicionalmente favorecido por las circunstancias históricas, puesto que España consiguió muy pronto la unidad de sus reinos y, por tanto, los centros de decisión políticos y culturales se redujeron cuantitativamente. No ocurrió así en países de unificación más tardía, como Alemania o Italia, que al carecer de una Corte centralizada contaban con multitud de ciudades-estado (Colonia, Leipzig, Weimar, Génova, Venecia, Florencia, etc.) que eran otros tantos focos de creación y difusión cultural.
P.: Por último, ¿qué destacarías de la literatura hecha en provincias?
R.: Basta con hacer simplemente un somero repaso de los escritores de primer orden que desarrollaron su labor desde la provincia: Flaubert, Leopardi, Poe, Rilke, Emily Dickinson, Machado, Clarín, Unamuno… la lista sería interminable. Ellos, al igual que tantos otros, lograron elevar el ámbito que sirvió de soporte íntimo y existencial para su escritura hasta convertirlos en lugares verdaderamente universalizados, final y esencialmente reconocibles para todos sus lectores, incluso los más alejados de ellos en el tiempo y en el espacio.
Antonio Colinas
(La Bañeza, León, 1946)
Bibliografía
Poemas de la tierra y de la sangre (1969). Preludios a una noche total (1969). Truenos y flautas en un templo (1972). Sepulcro en Tarquinia (1975). Vicente Aleixandre y su obra (1977). Astrolabio (1979). Noche más allá de la noche (1983). Un año en el sur (1985). Hacia el infinito naufragio. Una biografía de Giacomo Leopardi (1988). Jardín de Orfeo (1988). El sentido primero de la palabra poética (1989). Tratado de armonía (1990). Los silencios del fuego ( 1992). Días en Petavonium (1994). Sobre la vida nueva (1996). Libro de la mansedumbre (1997). Nuevo tratado de armonía (1999). El crujido de la luz (1999). Premio Nacional de la Crítica (1975). Premio Nacional de Literatura (1982). Mención especial en el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos (1996).