FEDERICO UTRERA. París fue la capital artística del mundo durante el siglo XX pero hoy el trono, gracias a la globalización, debe ser compartido. El arte total no sería ahora entendible sin Berlín, Tokio, El Cairo, Estambul, Nueva York, Londres, Barcelona o Madrid. Pero entre tantas capitales hay una que se mantiene imperturbable a las idas y venidas, modas y portadas, alzas o bajas en la cotización estética del mundo: es la ciudad de las flores, que curiosamente se ven menos que en Amsterdam –unos se llevan la fama y otros cardan la lana, dice un viejo aforismo español–. Y esa ciudad es Florencia. Allí aterrizó este verano el videoartista norteamericano Bill Viola, en un “remake” biográfico que no consistía en rememorar su juventud en el estudio de Maria Gloria Bicocchi en los años 70, cuando “Art Tapes 22” era una de las 4 únicas galerías de videoarte en el mundo (junto a Nueva York, Tokio y Wuppertal (Alemania). Bill Viola acudió con 23 años como “cámara” de un experimento que consistía en ayudar a la “reconversion” de los artistas “plásticos” europeos en “visuales”. 44 años después, se trataba ahora de dialogar con los clásicos que le inspiraron, pero también conversar con la ciudad.
La gran retrospectiva del Palacio Strozzi se complementó así con otras 3 “estancias” de obras suyas (Duomo, Uffici y Novella) y 4 más en la provincia de Toscana (Collegiata de San Andrea (Empoli), Galería Ivan Bruschi (Arezzo), Pieve di San Michele Archangel (Carmignano) y Centro de Arte Contemporáneo Luigi Pecci (Prato). El resultado de la puesta en escena, además de espectacular, fue sobresaliente: toda la Toscana fue durante unos meses un museo de Bill Viola. Pude visitar toda este esplendor de innovación, tecnología y belleza gracias a la Fundación Strozzi y para ello me tracé un plan de acción donde seleccionaría previamente itinerarios y estancias, dejando luego al azar objetivo –que dirían los surrealistas franceses de André Breton– lo que debería ocurrirme.
Sabiendo la existencia del “síndrome de Stendhal” o “Síndrome de Florencia” –al que luego me referiré– no era cuestión de despilfarrar esfuerzos en los 4 días de estancia, los mismos curiosamente que estuvo el poeta francés cuando padeció este episodio psicótico. Así que, como en una carrera de fondo, comencé de menos a más, de poco a mucho, equilibrando estéticas y compensando experiencias. Por eso combiné los museos con los jardines, calles y restaurantes populares que una amiga de mi hija que cursaba Erasmus había recopilado en su vivencia universitaria. Entre ellos mencionaré el “Zá Zá” (Piazza del Mercato Centrale) por sus sátiros frescos que adornan “la macarela, li polastri e li macarroni”, que escribiera Cervantes. El resultado fue que, al menos, llegué vivo al final del pantagruélico ágape de arte, sensación y vida.
De ahí que iniciase el periplo por Santa María Novella, cerca además del coqueto y acogedor hotel español NH Anglo-American donde me hospedaba, muy cerca de la ribera del Arno. Gracias a este majestuoso monasterio de Novella, que en nada envidiaría en dimensiones al más recoleto de Silos en Burgos (España), supe de la existencia de la comunidad española de Florencia. Este próspero lobby comercial sufragó la capilla más bella y principal del monasterio y allí está pintado el fresco «Triunfo de la Orden Dominica». El gran Cosme de Florencia (“Cosme de Medici”, Duque de Florencia y Toscana) estaba casado con una española (Leonor Alvarez de Toledo) y a esa discreta influencia conyugal se le debe.
Ambos eligieron a un artista florentino pero la designación no gustó demasiado. Parece exagerado tildar al médico y pintor Andrea di Bonaiuto, conocido como “Andrea de Florencia”, tal y como denigran sus paisanos: artista sin talento al compararlo con el gran Giotto, con su epígono “Giottino” y con los grandes clásicos florentinos (Leonardo, Miguel Angel y Brunelleschi). No me pareció ponderada tan despectiva apreciación ni tampoco al historiador Julian Gardner, que lo ha estudiado con mayor detenimiento. La capilla, que fue capitular y principal del monasterio, es toda una enseñanza y un arrobo artístico: condena como herejes pero retrata con acierto a Sabelio, Averroes y Arrio. “Calle Lucano, que al cantar propaga, los cambios de Sabelio y de Nasidio, que otro cambio, los suyos deja en zaga”, escribió Dante en su “Infierno”, poeta que como todos saben es hoy símbolo de esta ciudad italiana pero en vida estuvo exiliado y fue maltratado. El poder pocas lecciones de estética puede dar, como siempre.
Otro proscrito inmortalizado en estos frescos es Sabelio (modelo para el protestantismo liberal del XIX), personaje de la Farsalia de Lucano que al cruzar el Sahara desde Libia fue mordido por una serpiente y por ello comenzó a disolverse hasta ser reducido a cenizas. Esta es una de las imágenes más asociadas a Bill Viola que éste sublima hasta la genialidad. Arrio (reivindicado por los Testigos de Jehová) era otro sacerdote cristiano de Alejandría condenado por hereje. Y del filósofo cordobés Averroes, en su faceta religiosa, señalar lo que el arabista español Asín Palacios ya atisbara en su ensayo sobre “La escatología musulmana en la “Divina comedia”: Dante e Ibn Arabi”. En aquel siglo Averroes era para la Europa cristiana el símbolo de la incredulidad y del racionalismo, negador de toda religión positiva que tachaba de impostores a los profetas y de falsa la revelación sobrenatural. De ahí su herejía.
El pintor filoespañol Andrea di Bonaiuto sabía eso y mucho más y aunque ensalza como modelos oficiales de sus frescos en Novella a Job, David, Moisés, Isaías y Salomon (Antiguo Testamento) y Pablo, Marcos, Juan, Mateo y Lucas (Nuevo Testamento), el registro inferior lo decoran otros 14 personajes de las ciencias sagradas (izquierda) y de las artes liberales (derecha). Cada uno de los genios está protegido por un planeta, de acuerdo con la tradición pitagórica del alquimista Michele Scoto, Santo Tomás de Aquino y Dante, refundada en la Edad Media. Se alinean así desde la izquierda el Derecho Civil y Justiniano, la Ley Canónica y Clemente V, la Filosofía y Aristóteles, la Sagrada Escritura y San Jerónimo, la Teología y San Giovanni Damasceno, la Contemplación y Dionisio Areopagita, la Predicación y San Agustín.
Por el lado digamos “laico y científico” encontramos la Aritmética y Pitágoras; la Geometría y Euclides; la Astronomía y Ptolomeo (el astrónomo confundido como es habitual con el soberano y de hecho tiene corona); la Música y Tubal Caín (personificación de las Artes en el Antiguo Testamento, escultor, músico y cuyo homónimo fundó Iberia); la Dialéctica y Pietro Ispano (Pedro de España, nacido en Lisboa, pedagógico de la Lógica, en el frontón de Mercurio y en la forma del dios babilónico Nabu, inventor de la Escritura y protector de la artesanía conectado a ella); y la Retórica, con Cicerón en traje de romano. Y por último la Gramática, representada por los jóvenes alumnos y Prisciano de Cesárea, según la descripción que hacen los propios dominicos.
No es el fresco de Andrea de Florencia tan irreverente y osado como las miniaturas del Bosco en el Prado pero posee un interés artístico e histórico indudable y esa “Capilla Española” de Novella es sin duda lo mejor del convento. Se exhibe cerca de “La Tempestad” (Estudio para “The Raft”)” de Bill Viola, una obra que muy pocas veces se deja ver y que recoge en otra estancia la voluptuosidad de las fuerzas de la naturaleza cuando se desatan de forma irreprimible contra los humanos. El contrapunto es formidable y, saliendo por el templo de Novella y admirando su volumen y obras, tuve la sensación de haber asistido a uno de los grandes tesoros de Florencia que la grandeza e inteligencia de sus habitantes han sabido perdurar para regalo del resto de la Humanidad.
Tenemos muchas fotos en blanco y negro de un joven Bill Viola en la Plaza del Duomo gastando bromas a los turistas y espantando palomas pero ninguna en el templo. Las enormes colas también me impidieron la visita y por ello acudí solo al Museo: enorme acierto que le debo al videoartista, alejándome así de un día de sofocante calor veraniego en favor del fresco ambiente que albergaba “Acceptance” y “Observance”, dos de sus vídeos más conocidos, situados junto a “La Piedad” de Miguel Angel. Esta cercanía muchos la considerarán presuntuosidad o vanidad, pero solo Bill Viola en su fuero interno sabe que las alambicados gestos y retorcidas figuras del mármol de Carrara con que el genio de Florencia esculpió su pasión son parangonables a su eficacia expresiva en ese otro material contemporáneo como es hoy la imagen en movimiento con el video. La comparación podría ahora considerarse un exceso, pero mañana será vista como la expresión de un visionario. Y el poeta siempre lo es, según dejara escrito el poeta Leopoldo María Panero.
Con este bagaje visual a cuestas llegué al templo de Florencia por excelencia: la Galería de los Uffizi. El conservador del Museo del Prado, Matías Diaz Padrón, ya me habían advertido que se necesitaban semanas, si no meses, para advertir la calidad y cantidad de esta magna colección, solo comparable en el mundo con el Hermitage de San Petesburgo, el Louvre de París, la National Gallery en Londres o la de Nueva York. Precavido, nada más llegar agradecí el consejo y calibré mi tiempo. El “Autorretrato” de Bill Viola lo dejé para el final y seleccioné otros que hasta ese momento solo había visto en libros y fotografías: el famoso “Lutero” y su esposa Catalina, obras de Lucas Cranach, el “Urbino” de Piero de la Franchesca, los autorretratos de Rafael y Caravaggio… Y el menos conocido retrato que hace Sebastiano del Piombo, autor del único existente de León el Africano. Era este un pintor al que le tengo especial cariño por haber editado yo al autor del manuscrito del diplomático granadino del siglo XVI que inmortalizara el novelista Amin Malouf. Fue este escritor maronita libanés quien prologó este libro traducido al español por el arabista Luciano Rubio, tío carnal de Lidia García Rubio.
Así contextualizado, el autorretrato de Bill Viola en absoluto desentona y algún día formará parte de la colección permanente de los Uffici junto a la “Primavera” y “Las Cuatro Estaciones” de Botticelli, la “Madonna” de Giotto, la “Venus” del Tiziano y la “Adoración” de Leonardo. Salí aturdido de la Galería y sacudido por el “síndrome de Stendhal”, en la cercana Gelatería Vivoli (Via dell’Isola delle Stinche) revisé las fotos del Iphone 5s y comprobé como alguna de ellas parecía lejanamente impostar un “efecto cámara”. Lo invisible se hacía de nuevo visible. Buscando ese lugar para descansar y almorzar, Lidia García Rubio sufrió además un vahído muy cerca de esa plaza de Santa María de Croche –no por la belleza de la estampa como Stendhal, sino por el calor– y allí mismo certifiqué su veracidad. Vale la pena recordarla en su origen:
“¡También fray Bartolomeo de San Marco fue monje! Ese gran pintor inventó el claroscuro, se le enseñó a Rafael, y fue el precursor del Correggio. Hablé con ese monje, en quien hallé la amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la capilla, en el ángulo noroeste, donde se encuentran los frescos del Volterrano. Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que haya dado nunca la pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí, andaba con miedo a caerme.”
La psiquiatra italiana Graziella Magherini, dado el gran número de turistas que atendía anualmente con los mismos síntomas, definió en 1989 este desvanecimiento como “síndrome de Stendhal”, también conocido como “síndrome de Florencia”. No era el único artista que lo experimentaba. En su libro “The Innocents Abroad”, publicado en 1869, el célebre novelista Mark Twain escribe sobre sus viajes por Europa, y específicamente menciona Santa Croce: “lloraría sobre las tumbas de Miguel Ángel, Rafael y Maquiavelo”. Y el poeta anglo-norteamericano Henry James escribió: «Todo acerca de Florencia parece estar coloreado con un suave violeta, como el vino diluido” y se extasió ante “La cruz pintada” de Cimabue en Croce. El retrato del también poeta Henry James está entre las pinturas de John Singer Sargent y no es ocioso recordar que Sargent consideraba a Sorolla el mejor retratista contemporáneo suyo y entabló amistad con él. Lo sé por Vicente Blasco Ibáñez.
“En la capital francesa, el joven James conoció a Turguénev, quien le introdujo en su círculo de amigos. Ocultando su timidez tras la poblada barba que entonces lucía, asistió a las tertulias en casa de Flaubert, que discutía asuntos políticos y literarios -en bata, a voz en cuello y entre homéricas carcajadas- con Zola, Maupassant o Daudet. Aunque la ciudad no le gustó, la huella de la literatura francesa es determinante en la maduración de la obra de James, que tomó buena nota de lo que habían hecho con la novela no sólo Flaubert, sino también Balzac y Zola, sobre todo en dos aspectos para él fundamentales: el dinero y el sexo. Y, por otra parte, la maestría de Flaubert fue decisiva para hacerle ver lo que ya no debía ni se podía hacer”, escribió el filólogo y editor catalán Andreu Jaume.
Y concluye: “Constance Fenimore Woolson era una novelista, perteneciente al grupo de exiliados americanos que James frecuentaba y con la que llegó a trabar una intensa amistad. Algunos biógrafos sostienen que Woolson estaba enamorada de James, un homosexual célibe, y que ese amor imposible propició el suicidio de la escritora en Venecia. Al enterarse, James viajó a la ciudad italiana y, a petición de la familia, se hizo cargo de los enseres de su amiga. Para empezar, quemó las cartas que le había enviado y que quizá nos desvelarían el secreto de su relación. Y luego, para deshacerse de su ropero, no se le ocurrió mejor idea que salir en góndola al Gran Canal y tirar los vestidos de Constance al agua. Lo que ocurrió entonces fue una de sus mejores páginas nunca escritas y la imagen en la que aspira a concentrarse su periplo europeo: aquellos trajes largos no se hundieron sino que se hincharon y flotaron alrededor de la góndola, creando espectrales visiones de la mujer, un inesperado baile de apariciones sobre la película acuática en la que también tiemblan la mirada encendida del escritor y el perfil en fuga de Venecia”.
Estaba fotografiando una vez más a Lidia con mi Iphne 5s junto al videorretrato de Bill Viola en los Uffizi cuando me apercibí de algo milagroso, excepcional, casuístico y por ello único: el modesto pero original y bello colgante rojo de bisuteía con pelo de escoba que portaba ella era el mismo que el del videoartista en su autorretrato. ¿Casualidad? ¿Conexión? ¿Destino? Sentí que él mismo me guiñaba el ojo desde Long Beach (California) y salí fuera abrumado por este alucinante final de mi viaje a Florencia, maravillado por haber tenido a un invisible Bill Viola como guía artístico. A su lado, la tienda Louis Vuitton exhibía bolsos de Da Vinci, Rubens y Van Gogh “tuneados” por el artista naif nortemericano Jeff Koons. Y no debe ser signo de extrañeza o repudio: en Japón una pagoda budista tradicional puede estar al lado de un McDonald y el maestro Tanaka Sensei lo explica de forma natural así: “cuando los japoneses tienen hambre van al McDonald y cuando quieren rezar van al templo”. Muy cerca, el Museo Ferragamo concluía esta personal ruta con un video multiespacial que simula la vida del legendario artesano de zapatos más famoso del mundo observada desde la cómoda tumbona de una imaginaria cubierta de barco.
Volví a Madrid en avión, vía Bolonia, desplazado hasta allí en un tren de alta velocidad que atraviesa los Apeninos en menos tiempo y por menos dinero que la vetusta compañía pública. Viajar a Florencia ya no es un destino de lujo gracias al low cost. El mundo está cambiando y el viaje me ha facilitado ser testigo mudo de este acontecimiento. Los precursores de Miguel Angel fueron los hombres que hicieron con el puño las primeras vasijas de barro. No verlo… ¿Qué importa sabiendo que ha de venir? escribía hace un siglo Colombine. Y el videoarte, con la sustitución del lienzo por el plasma, del pincel por la cámara y del color por el tiempo, es el anticipo del final de un siglo que he tenido el privilegio de vislumbrar una vez más en Florencia.