FEDERICO UTRERA. Hay memorias que definen una época mejor que los libros de Historia y eso lo saben muy bien los historiadores, los escritores y sobre todo los lector@s. El memorialista sería el Doctor House y su célebre lema: “todos los pacientes mienten”, mientras que la Facultad de Historia sería la Academia de Medicina y llevaría por emblema “todos los médicos mienten”. Entre estas dos certezas habremos de movernos a tientas entre los oscuros laberintos de la Historia con mayúsculas porque quizás ese plural mayestático sea también otra mentira y solo debamos creer la suma contrastada y contradictoria de relatos individuales. Esa es la complejidad de lo que llamamos “realidad”, que en la era digital, con miles de fuentes, se hace más perceptible que en la monolítica o bipolar época analógica.
Ocurre esto con “La Novela de un Literato”, espectacular trilogía del periodista y escritor Rafael Cansinos-Asséns, que retrata en primera persona y de testigo, como hizo Goya en sus “Fusilamientos”, a toda la Generación del 98. Y tras ese genial trasfondo literario (Blasco Ibáñez, Colombine, Juan Ramón Jiménez, Villaespesa, etc…) asoma toda una época con sus intrigas políticas, efervescencias sociales, paradojas, disparates y asombros. Algo parecido es el “Pombo” de Ramón Gómez de la Serna, como también lo son en Francia las memorias del delincuente Eugene Vidocq, que se pasó a la policía y hoy está considerado el padre de la criminología moderna. Tuve el placer de entrevistar a su traductor al español, David Cauquil, para conocer por qué sus memorias inspiraron luego a Victor Hugo para “Los Miserables”, así como a Edgar Allan Poe o Balzac.
Otra de esas memorables memorias que he tenido el placer de leer este verano gracias a la casi siempre estéril polémica política española son las de Agustín de Foxá. “Madrid de Corte a Checa” es un libro cuyo título a priori disuade por prejuicios ideológicos o políticos, pero una vez se adentra uno en su primera página atrapa el lector de principio a fin. Son los mismos motivos por los que enganchan las de Cansinos-Assens, Ramón Gómez de la Serna o Eugene Vidocq. Y Foxá lo logra no solo porque sea un magnífico escritor muy bien dotado para este arte sino por sus inéditos retratos de época: testimonios directos de las puestas en escena de Jacinto Benavente o Valle-Inclán son difíciles de encontrar a pesar de que aún viven algunos de sus contemporáneos –estoy pensando en el madrileño Rafael Flórez “Alfaqueque”, a quien podríamos incluir entre estos geniales memorialistas desconocidos y a quien perdí la pista en 2015– porque incluso al de las barbas de chivo lo conoció de niño cuando ayudaba en la cervecería de su padre en Tirso de Molina. Gracias a su memoria, por cierto, reconstruí en un breve ensayo “Musa Musae”, la primera tertulia literaria celebrada en Madrid tras la última guerra civil española.
En Foxá encontramos también referencias a César González Ruano, Pedro Luis Gálvez, al propio Ramón… pero son sin duda las de Lorca, Alberti y Buñuel las que más me han sorprendido, cuando creía haber leído ya todo lo inimaginable de sus contemporáneos sobre ellos en la época en que aún no eran “famosos”. Foxá coincidía con todos en las tertulias de Fifí Estrada, la consejera de la Embajada de Méjico, que organizaba sus tenidas junto a la marquesa de Parla, “que simpatizaba con los comunistas y estaba abonada a los “amigos de la U.R.S.S.” y al poeta Rafael Alberti.
“Lorca era moreno, aceitunado, de grandes pómulos, gran calavera y cara redonda; tenía una gordura de redondeces y un busto combado; presumía de gitano. Era un magnífico poeta. Había sacudido y vareado el romance castellano como un olivo, sacándole frutas nuevas y maravillosas. Le jaleaban sus amigos. Elogiaba el cante andaluz, que, según él, “tenía duende”. Le rogaron que recitara unas escenas de su nueva comedia “Bodas de sangre”. Eran unos versos profundos, una Andalucía imprevista, abrasada, goteando sangre; todos se emocionaron”.
No menos certero es su relato del estreno en la actual Plaza del Callao de Madrid de “La Edad de Oro” con guión de Salvador Dalí, cuyo título y autor Foxá no recuerda, aunque sí se refiere al cineasta que lo rodó: “Al día siguiente se reunían todos en el “Cine de la Prensa”. Acudían intelectuales y damas de izquierdas. Vibraba en el telón de plata la última cinta de Buñuel. Aquel hombre de aire abrutado y encrespado cabello había fotografiado el subconsciente. Todo era turbio como entre incienso, gasas de sueño o fondo de mar; alcobas lentas de solteras, con tormentas en los espejos del tocador y una pesada vaca lechera con cencerro sobre el edredón de la cama nupcial, simbolizando el aburrimiento. Y escorpiones en la costa de la isla, en cuyos acantilados cantaban, entre el viento y las gaviotas, unos esqueletos revestidos de obispos, con báculos recargados y mitras sobre las calaveras. En los descansos se hablaba de Freud, de Picasso, de los amigos de París. Subían por la alfombra roja del pasillo Alberti, Neruda, Bergamín y María Zambrano. En el anfiteatro, Rivas-Cherif y Margarita Xirgu; se les acercó a saludarles García Lorca. Proyectaban después “Un chien Andalou”. El público se escalofriaba, haciendo crujir las butacas, cuando un ojo enorme aparecía en la pantalla y lo rasgaba fríamente una navaja de afeitar, saltando sobre el acero las gotas de liquido del cristalino. Se oían gritos histéricos”.
Tengo para mí que la Generación del 27 –un “invento literario” que hizo fortuna como el de la “Generación del 98”, el “Movimiento Impresionista” o “Cubista” en pintura– debe actualizarse sin los tintes dogmáticos con que los bautizaron sus inventores. Poetas como Leopoldo Panero, Luis Rosales, Vicente Aleixandre y escritores como César González Ruano o el propio Agustín de Foxá merecerían un hueco si observamos la historia literaria sin anteojeras. En el “Madrid de Corte a Checa” aparecen los fumaderos de opio –“Es como meterse en otro planeta. Duelen las cosas, el tiempo no existe y se oyen los ruidos más sutiles”-, descripciones valientes y políticamente incorrectas por excluyentes sobre los pobres, feos, analfabetos, discapacitados y descamisados, pero también sobre los abusos de las clases altas o el común desprecio a la cultura:
“Salía alguna vez por la mañana; el resto del día se lo pasaba leyendo. La gente, recluida en los pisos, devoraba los libros. Una parte de la burguesía española había necesitado treinta mil fusilamientos para dedicarse a la lectura. Leían generalmente la Biblia y los Evangelios, por el fervor religioso que da la proximidad de la muerte, y también libros de la Revolución francesa. Estaba de moda «María Antonieta», de Stefan Zweig”. Nada de eso turba el ánimo, todo lo contrario, lo excita: nunca debemos juzgar a un artista por sus ideas políticas ni a un político por sus creaciones literarias, y en esto las enseñanzas de Juan Goytisolo o el propio Juan Luis Panero –como las de todos los librepensadores que tan frecuentemente son fusilados por los hunos y por los otros– fueron para mí fundamentales: Quevedo, Celine, La Rochelle, Neruda, Alberti… Si midiésemos a los creadores estéticos por los patrones de la corrección social o política ni Picasso ni Cezanne existirían.
Lo mejor del libro de Foxá es su retrato –a veces autorretrato, pues el autor se cuela en el cuadro como en las Meninas– de la Corte de Madrid. La segunda parte, cuando se transforma en Checa, ya es menos interesante pero no por ello más conocida: la sucesión de horrores de la guerra civil del siglo pasado no es muy diferente a los de las guerras del XIX o de las actuales “analógicas” de Asia y Africa donde la atrocidad compite para formar parte de esa Historia de la Crueldad que está compilando el juez y escritor Gregorio María Callejo. Foxá describe con detalle los pactos secretos entre Azaña (“la serpiente”) y Lerroux (“el león”) tras sus enfrentamientos públicos en el Congreso o los horrores a los que llevó la descomposición de la retaguardia de la II República, un régimen sin separación de poderes que además sembró el pánico entre sus adversarios:
“Porque de allí había surgido el radio de Giral felicitando a los feroces marineros del “Jaime” después del asesinato de sus oficiales, ordenándoles cínicamente: “En cuanto a los cadáveres, el Gobierno de la República dispone que sean arrojados al mar con respetuosa solemnidad”. La orden fue interpretada erróneamente por la marinería insurrecta: eran tirados al agua con pompa y boato sí, pero vivos y con una piedra al cuello, como ocurrió en Almería, según cuenta con horror el gobernador civil republicano Juan Peinado Vallejo en su libro de memorias editado en su exilio de México.
No es Agustín de Foxá un Dostoivesky describiendo la Revolución Rusa ni un Zola o un Dickens relatando las sociedades que les tocó vivir, pero tampoco un apestado de la literatura por su filiación política a la administración franquista, como nos han querido hacer tragar sin leerlo. Era un tipo cínico, pero ese distanciamiento literario –que él tanto admiraba también en Azaña–, ese doble juego de espejos entre la vida y la literatura que le hizo jugarse varias veces el pellejo, le da a sus escritos, por paradójico que parezca, una autenticidad y brillantez que solo los buenos escritores poseen. Concluyo este divertimento veraniego con los versos de Juan Luis Panero, primogénito de Leopoldo, en la película “El Desencanto” protagonizada junto a sus hermanos Leopoldo María y Michi junto a su madre Felicidad Blanc, otra originalidad literaria y cinematográfica. Para mí, Juan Luis Panero, que con sus memorias «Sin rumbo cierto» ganó el Premio Comillas, es autor aquí de una de las elegías paternas y de los poemas más bellos en lengua española desde que nacieron las “Coplas” de Jorge Manrique a la muerte de su padre:
“En cuanto a los arranques violentos de tu genio para que mencionar lo que todos sabemos. Sin embargo, para la Historia ya eres: cristiano viejo, caballero de Astorga, esposo inolvidable, paladín de los justos. Y también en todo eso hay algo de verdad. Sin duda eras un tipo raro y bien curioso. Rojo para unos, amigo de Vallejo, condenado en San Marcos, y azul para los otros, amigo de Foxá, poeta del franquismo. “La caterva infiel de los Panero, los asesinos de los ruiseñores”, que airadamente escribió Neruda. Y tu final —gordo y escéptico—, con tus trajes ingleses que tanto te gustaban y tu whisky en la mano, trabajando para una compañía norteamericana. Y años después canonizado en revistas y libros”. Descanse en paz.