Editorial Hijos de Muley Rubio

Arraballebecq

Fernando Arrabal, por Pablo Pino.
Fernando Arrabal, por Pablo Pino.

arrabal2Federico Utrera

Cada vez que aparece por la Villa y Corte intento verle pero no siempre lo consigo. El email nos salva, pero es sólo metadona. La Fundación ICO le había invitado a Madrid: una conferencia sobre el surrealismo y las vanguardias en el Casino de la capital. Fernando Arrabal (Melilla, 1932) se hace un lío: «En el Casino Militar… perdón, Civil». Su padre, que era miembro del Ejército en Melilla y como tal murió por defender la legalidad republicana practicamente en solitario y en plan suicida, le hubiera estado agradecido por el lapsus. Azares del destino me trastornan e impidieron gozarlo. Aún no soy un hombre del todo libre y probablemente no lo sea nunca, prisionero del periodismo para fortuna de la literatura, queha podido librarse así de una de sus peores lacras. Hace unos meses tampoco pude acudir a verlo cuando recibía el enésimo premio, no sé si por su novela, ensayo, poesía, pintura o teatro o por todo a la vez. Por unas horas se me escapó a París, vía Barajas. Antes sí, en la Fundación Mapfre, en su conferencia sobre Stalin, personaje árido y asunto a contracorriente. No fue la mejor intervención de su vida y estuvo prodigioso. Así es Fernando Arrabal. 

«A las 6 menos 6 en la cúpula del Palace». Voté por Gimenez Alemán en las elecciones para la Asociación de la Prensa de Madrid e hice tiempo en la Librería Antonio Machado bajo el Círculo de Bellas Artes (compro «Dar a ver», de Eduardo Westerdahl, en edición de Pilar Carreño (A. Machado Libros) y «Flashes sobre escritores», de Jorge Herralde (Solar Editores) y cargado con mi Medicine de France, que le suministro periódicamente, a las 6 menos 6 en la cúpula del Palace.

Un peón negro con mantilla negra atraviesa el hall del hotel como una mantis religiosa hambrienta de cultura, acompañado de una madura morena, que temí fuera eso que llaman su «manager». «¿Que hora es?», me pregunta. «Las 6 menos 6», respondo. Intuyo que la cifra le importa un comino, lo importante es la contraseña. Las puertas de Fernando Arrabal se abren. Me pide 10 minutos más de espera para despachar con aquella melillense, aparentemente cristiana pero azabache por todos sus poros, de la que presiento que no es su «representante», pues hubiera actuado de otro modo, revoloteando sus alas.

Respiro tranquilo y vuelvo a un recoveco del Palace. Le echo un vistazo a Jorge Herralde. Es un libro de artículos que narran experiencias sobre sus escritores, quizás redactado demasiado raudo por el editor independiente más interesante que tiene ahora España. Esperaba una mejor prosa de Herralde, me sorprende como su trabajo diario con los grandes paquidermos de la Literatura le ha impregnado relativamente poco, aunque sus conocimientos sean seguramente más sólidos y relevantes que la gran mayoría de los que se pavonean por nuestras aulas. Leo en la página 41 el texto que le dedica a «Houellebecq, Terminator», que me descubre que su editor francés es Maurice Nadeau, culpable o al menos cooperador necesario del atrezzo mediático houellebecquiano.

Pasan 10 minutos, me dirijo de nuevo a la mesa de Arrabal y ambos se levantan. Le hablo a don Fernando, 71 años muy bien llevados. «Lamento mucho el canje por la señorita. Estoy seguro de que usted va a salir perdiendo». La melillense, que ya se me torna mora, no capta el cumplido. FA se lo aclara y la falsa morisca sonríe. «Este señor viene para editarme un libro sobre un escritor francés llamado Michel Houellebecq ¿lo conoce?». La de Melilla sonríe pero no tiene la menor idea de este enrevesado apellido. Para que no se sienta demasiado ignorante, le recito unos tópicos cumplidos sobre Melilla y le recuerdo que Almería es la única provincia peninsular con la que mantiene comunicación directa. Mi casa en el Zapillo, barrio de pescadores en el que mi padre (el verdadero Muley) edificó su Iglesia en forma de Clínica (era un médico ilustrado), estaba junto a la Casa de Melilla, primero militar y ahora civil. «Me había parecido entender que usted estaba en Madrid», comenta Arrabal, que ya no sabe si la editorial es andaluza, madrileña o una entelequia. «Puede que de ninguna parte. Hijos de Muley-Rubio vive en Internet y la red es la deslocalización absoluta, la abolición de las fronteras, la supresión de los visados y los aranceles… Tenemos distribuidores catalanes y sevillanos, servidores de internet castellanos, impresores madrileños, encuadernadores manchegos, maquetadores e ilustradores almerienses y editores y corresponsales por medio mundo…». La melillense no aguanta la perorata y se marcha tras pedirle un autógrafo sobre su tarjeta, que FA ilumina con un lápiz arcoiris como el de mi hijo (5 años).

Desenfundo mi Medicine de France, pero esta vez me ruega no cargue más sus pesados fardos. «Por favor, mándeme la revista por correo». Pruebo entonces con Westerdahl para romper el hielo y surte mágico efecto, aunque no lo conoce. Eduardo Westerdahl (Tenerife, 1902-1983) fue un intuitivo crítico de arte del siglo XX, y aunque pasa por sueco era canario de ascendencia catalana. Fue él quien trajo a André Bretón en 1935 a Tenerife, creador de la Gaceta de arte, uno de los escasos gérmenes del surrealismo español junto con los andaluces de Málaga y su Litoral, los madrileños de Ramón y de la Residencia o los catalanes de Picasso-Miró y su huidizo y gallardo Cirlot. El mismo Bretón con quién Arrabal compartía tertulias parisinas y que según sus palabras «reunía a orillas de la pasión el soplo ardiente y el feroz anhelo». Westerdahl lo llevó a Tenerife con Benjamín Péret, expusieron 76 obras (pinturas, dibujos, collages y fotografías) de Arp, Chirico, Dalí, Duchamp, Ernst, Giacometti, Miró, Picasso, Tanguy… y no vendieron ni una. Sus precios, escritos a mano por Breton (entre 50 y 2.500 pesetas)… ¿no hacen pensar que el arte contemporáneo es la mejor inversión de futuro? Arrabal coge el libro de Westerdahl y lo acaricia. Hablamos de Oscar Domínguez, intuyo que el libro le gusta… pero los fardos son demasiado pesados. La vida es eso: pugnar contra tus propios deseos, ver como tus palabras y tus convicciones te aplastan como una losa. Y renacer de ese estiercol. Tras un liviano forcejeo me hago con el libro. FA sonríe por la curiosa comedia.

Seguimos hablando de aquel memorable espectáculo en el Club Siglo XXI, «Genios, Ingenios e Ingenuos». Me llevó Carlos Santos y lo presentaba Fernando Berenguer, quizás con Joan Oleza uno de los más notables teóricos del teatro en España y por tanto uno de los más desconocidos, a pesar de su cosmopolitismo y su prestigio internacional. Jamás ví espectáculo parecido: poesía, teatro, sensibilidad, conocimiento, comunicación, cultura, arte… Prodigio y derroche de talento. Aquella noche soñé que esa conferencia sería el pórtico de un libro.
– En aquella conferencia sobre Stalin donde estuvo usted no lo hice tan bien. Fue bastante peor.

Seguramente sea cierto, pero esa charla que Arrabal estima calderilla vale mucho más que los cientos de sesudos tratados biográficos o intelectuales sobre el dictador ruso escritos en lengua española. Lo comprobé cuando días despúes pregunté a un viejo amigo, veterano periodista y escritor ex-comunista (trostkista), y me respondió con una concatenación de insensateces que me confirmaron que el peor día de Arrabal no llega a ser el más lúcido de toda la vida de un mediocre mortal.

– ¡Houellebecq!… Creo que será un libro importante.
– ¿Sabe que se ha establecido en España? En el Cabo de Gata… (claro que lo sabe, dió él la noticia). Un amigo poeta (Bretones) lo vió hace poco en el andén de la estación de Almería.. Creo que se ha echado novia almeriense…
– No crea usted todo lo que se dice de estos personajes. ¿Cuando dice exactamente que lo vió?
– Hace un mes y medio, más o menos. Quizás el almeriense fuera él y se despidiese de una novia que regresaba a Madrid.
– Eso es más aproximado…
Percibo su cara de sorpresa. Me fluyen las palabras y las imagenes como sopladas al oído por alguien. Yo mismo me asombro. Quizás sea lo que tanto encandila a Leopoldo María Panero cuando lee a Lacan: el hombre olvida el significante, pero el significante no lo olvida a él. Me olvido de preguntarle por qué el poeta recluído en el Psiquiátrico de Las Palmas se queja de que le dió plantón en París la única vez que quedó con él. Otra vez será.
– Ya verá usted como es un libro importante. Houellebecq es un gran escritor, y ya se va retirando. Como Beckett, Ionesco… ¡Yo no sabía donde vivían al día siguiente de vernos ni donde localizarlos! ¡Ni siquiera si estaban en Francia! Tambien se fueron retirando de la escena, el público quizás los reconoce y los asusta…
– Esto no es Francia, don Fernando. Aquí se lee poco… (Me acordé de que la pseudomorisca melillense no sabía quién era MH)
– Vamos mejorando, no se inquiete. Creo que este libro hará que se preocupen más por él. Ya me pasó con Lévy ¿lo conoce? Nadie le hacía caso al pobre. Cuando escribí sobre él lo tomaron en serio. Ahora por fín se va a reconocer en Francia. ¿Sabe que ha muerto?

Asiento en silencio. Claro que lo sé. Nunca olvidaré esa frase de Arrabal en la que describe su encuentro en Jerusalén con Benni Lévy, secretario de Jean Paul Sartre. En Israel, Arrabal le dijo: «Se ve que Dios le habita». ¿Cómo se dió cuenta?» le replicó. Y don Fernando le respondió con la evidencia: «por su risa feliz, por su sonrisa». Lo único que espero no ser sólo como su editor Verdier («Faz», «El asesino del Pastor»), conocido como el hospital de los incurables. FA mira a los ojos, radiografía por ellos hacia fuera y se transparenta por dentro. Portentosa virtud. También sabe hacerlo Juan Goytisolo, el único que admitió haber perjudicado a Arrabal ante Sartre por los resabios y dogmatismos comunistas de la época, felizmente triturados. Claro que Juan Goytisolo recuerda que Fernando Arrabal también le debe una: cuando un jovencísimo Sadam Hussein le invitó a Bagdag y FA no sabía si era un dictadorzuelo o un abnegado arriero de su pueblo. El autor de Makbara le deshizo el enigma y Arrabal se quedó sin viajar a Irak y sin el reloj de oro del que hacían gala otros escritores españoles agasajados por el sátrapa antes de descubrirse que lo era. Pero estábamos con Houellebecq.

– Doy algunas pistas sobre él en mis artículos los domingos en El Mundo, ¿los sigue usted? Claro que no soy muy claro, he de guarecerlo con pseudónimos. Para mí es el mirto…
– El mirto… palabra muy juanrramoniana. Me voy a los Libros de Madrid (HMR) y la encuentro en aquella memorable prosa poética sobre España: «Todos los días oigo y leo cosas distintas sobre la manera de hacer España. ¿Pero España se va a hacer así, en una esquina, en el café, en la prensa? No; que trabaje cada uno en su casa, plenamente, en lo que sabe. En sus libros, en su cátedra, en el laboratorio; con voluntad, con espíritu, con amor. Pasados unos años, España será una suma de obra y acción pura; será -sobre granito bueno y mirto- amor, espíritu y voluntad. Recójase hacia dentro el río de la palabra y trasmítase y hágasela duradera. Hablar, sí, pero de otro modo y mejor. ¿Que otros, mientras, se harán dueños? Sí, pero por menos tiempo que ahora. Y, mientras, que sea la obra verdadera y grande el premio, la luz, el pan de verdad, de los que no lo sean ni lo quieren ser. Y, por otro lado, ¿es que puede más el dueño que el libre?» JRJ.

– ¿Como lo conoció?
– ¿Quién?
– El a usted…
Sonríe aliviado. Despues de los malentendidos iniciales, me imagino que piensa que puede ocurrir de todo.
– Venía buscandonos a Topor y a mí, quizás más a Topor. Lo cité en una cafetería de mi calle, cerca de casa, y allí quedamos por primera vez. Ahora es un hotel magnífico…

Ya me imagino allí mi próxima cita con Arrabal. Si buscaba alojamiento en París, acabo de encontrarlo: ¿Hotel Pavillón Monceau?. Me cuenta con más detalle lo del libro «Lanzarote» que provocó el chispazo entre ambos autores. Las fotos de Favod, que tanto le habían gustado a MH y los textos de Arrabal que formarán parte de esa fiesta houellebecquiana que ha traducido Luc Demeuleneire, aunque la poesía volcánica haya corrido a cargo de Dolores Rubio y Antonio Rojas, que la llevaban trabajando años antes. De ahí nació «Lanzarote, au milieu du monde», por el que yo también conocí al francés en la Fundación César Manrique de la isla, y que me divirtió tanto y estimé tan original y tan cercano que me sobrecogió. De ahí a la «Ampliación del campo de batalla», después «Las Partículas Elementales» (su primera novela, que me gustó menos), luego la bella poesía «Renacimiento», la música y su cedé «Présence Humaine» en el que ha trabajado con Bertrand Burgalat, pez gordo del sello Tricatel, y finalmente «Plataforma».

– ¿Y que hacía usted en Lanzarote?
– Mis alquimias… Hace usted unos libros muy interesantes. Gracias por ello.
– Gracias a usted por su confianza, que es lo importante. Necesitamos más tiempo para editar. Somos artesanos y no quiero que se sienta defraudado si ve que esto se retrasa…
– No hay problema con el tiempo. Eso es cosa de los editores, que siempre tienen prisa para las entregas. ¿Sabe usted lo que es un libro de bibliofilia?

Me ha dejado de piedra. No sé por qué ha pensado que no soy editor. Y yo, que desde hace años me divierto gracias a los que especulan o preguntan qué soy y quién soy, espero para ver por quién me toma. Infructuosamente, claro.
– Me imagino que son ediciones para bibliófilos.
– Exactamente. No más de 100 ejemplares numerados, con tres de prueba: uno para el autor, otro para el editor y un tercero para la Biblioteca Nacional. Yo tengo muchos. Uno es tan minúsculo como una caja de cerillas y otro no cabe por esa puerta (señala la enorme entrada al salón de la cúpula del Palace). De ese sólo hice tres ejemplares, claro…

Sonrío y me imagino que puse cara de perplejidad. Pienso en Lewis Carroll y me dibujo en la mente un libro de dimensiones descomunales, una biblioteca para gigantes y otra para enanos. Reparo en que quizás ya existan, como existen libros para mentes privilegiadas y descomunales y libros para cerebros liliputienses y diminutos. Noto que FA empieza a embrujarme, si es que alguna vez dejé de estarlo…

Hablamos de la traducción («versión francesa» la llama él), me confiesa que le gusta la idea de que MH le lea en su lengua materna, pues apenas conoce el español, y le digo que Luc Demeleuneire puede hacerlo muy bien, su hallazgo gracias al editor José Marzo, que estuvo embarcado en La Gaya Ciencia, su enésimo intento por modernizar la crítica y la literatura de este país, fue también algo mágico.

– Me parece estupendo el proyecto, sólo le pido que no me haga trabajar. Puede usted emplear todo el tiempo que considere oportuno. Hasta 10 años puede tardar. Entiendo perfectamente que esto lleva su labor, corregir los textos, maquetarlos, luego llega el pintor, que tambien tarda lo suyo. Años quizás. No se preocupe: que salga tarde y que salga bien, no quiero inmiscuirme en su trabajo, hágalo con entera libertad…

«Las prisas son para los editores….» ¿Qué demonios habrá creído que soy? Esa frase me ha generado más dudas sobre mi trabajo que algunos de los desagradables sinsabores que lleva este oficio, pero si el que quiere editar no es editor ¿como hay que llamarlo? ¿Vuelve la confusión por la homonimia con los publisher? ¿o es que no soy un editor al uso? ¿acaso es una invitación inconsciente para retirarme definitivamente y volver a escribir? Autodidacta hasta el tuétano, lo único que he aprendido para saber editar ha sido a través de los libros y la experiencia, aunque admito que me ha enseñado más la segunda que los primeros: no he conseguido que ni un sólo editor desvele sus alquimias para que un libro alcance eso que llaman «éxito» y que no es más que el reconocimiento de los lectores o de la cuenta de resultados: un libro debe ingresar lo que ha costado hacerlo, lo contrario adultera el ciclo vital del libro o lo entrega a los vaivenes de las subvenciones, que es condenarlo al ostracismo y a las tinieblas. Los libros dignos de llamarse así, libros destinados a un público para ser leídos en todo o en parte, libros que cambiaran la vida y el alma de otros lectores, tal y como yo los entiendo, caminan en frágil equilibrio por las selvas de eso que se conoce como la «dictadura del mercado». Hay alternativas, claro: los feudalismos de lo público, libros a los que el funcionario de siempre o el político de turno dan vida en forma de dinero limpio y cuyos autores ignoran que jamás gozarán de la calidez del elogio sincero o de la mordaz y veraz crítica despiadada. Hablamos de libre caligrafía, de libros libres, aunque efectivamente el tendero o librero que los expone actúa sobre un flujo de lectores cruel y despiadado, caprichoso y voluble, injusto y gélido. Pero lo prefiero mil veces a ese estadio inferior que supone la publicación por reverencia o genuflexión al Estado, al municipio, a la aldea, a la autonomía o al parroquiano, edición generosa en letra de oro y papel chino plagada de erratas y dislates. Que cada libro se defienda por sí solo, sin más armas que su desesperación por salir adelante y su confianza en sí mismo, que nunca dé por finalizado su recorrido por exahusto que parezca su periplo o por escasa y lenta que sea su respiración. Libros que se resistan a ir a la morgue porque encierran más esfuerzo y vida que centenares de humanos que se mueven por el mundo sin ton ni son.

– ¿Tendría usted la amabilidad de firmarme un libro? (sale de la chistera «La dudosa luz del día». Premio Ensayo de Espasa 1994). Estampa una obra de arte con su lápiz arcoiris, como hacía Rafael Alberti con sus palomas o cuando Ramón Gómez de la Serna ideaba esos tipos de letra para la Revista de Occidente, con sus altas y esbeltas des y sus pes de larga espada.
– ¿De donde lo ha sacado?
– De la Feria del Libro viejo
– Le habrá costado barato…
– Ni mucho menos: más que cuando se lanzó. El librero no sabía lo que vendía…

Noto que no le ha gustado esa mentira piadosa. A mí tampoco. Pero así son los genios, los ingenios y los ingenuos. Arrabal mira y radiografía, sus ojos nunca lo han engañado. Nos levantamos y tropezamos con el periodista Juan Cruz y la periodista Rosa María Mateo, recientemente despedida en una regulación de empleo televisiva ¿el monstruo emite signos de flaqueza? Nos presentan y saco el libro de Westerdahl para presentarlo también, cuando compruebo que este crítico es una de las debilidades del que fuera editor de Alfaguara y tambien me lo quiere arrebatar. El forcejeo es aún más chusco, pero finalmente lo salvo con gesto y palabras decididas.

Salimos a los ascensores: «Tengo una charla en la Universidad Americana, me presenta precisamente Angel Berenguer. Ya sabe, bolos…» Salgo loco de contento del Palace, le doy dos euros a un tullido aterido de frío. Comienza a llover en Madrid. A un viejo turista lo han asaltado frente al Congreso, sangra abundantemente por la nariz y un grupo de jovenes lo socorren. Quizás andaba borracho, iba muy trajeado y con bombín. Al recoger el coche, una ambulancia bloquea el cruce de Recoletos con la Plaza de Neptuno: un ciclista yace en el suelo y un enfermero lo intenta reanimar con masajes cardiacos. Busco en las páginas de sucesos los días siguientes pero solo encuentro de interés en la prensa que el presidente Imbroda anuncia la construcción del Museo Arrabal en Melilla y que Leopoldo Alas cuenta en su columna que ha visto a Houellebecq con una chica por las tabernas de Madrid…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *