Editorial Hijos de Muley Rubio

Visiones de Luis Cernuda

Leopoldo Panero, Felicidad Blanc y Luis Cernuda, paseando en Londres
Leopoldo Panero, Felicidad Blanc y Luis Cernuda, paseando en Londres

Juan Luis Panero

(Conferencia en el Museo Ramón Gaya de Murcia).

Luis Cernuda le dedicó a Ramón Gaya un poema muy hermoso que giraba en torno a un retrato de Fray Hortensio Félix Paravicino, pintado por el Greco, que está en un museo de Boston, en Estados Unidos. Y cuando Cernuda lo vio, le conmovió la idea de que el retrato de un juez español del siglo de oro, de cierta importancia, estuviese en Estados Unidos, exiliado como él, lo cual le empujó a escribir un poema que está dedicado a Ramón Gaya.

Por lo demás, en la actitud humana y pictórica, en un caso, poética en otro, tanto de Ramón Gaya como de Luis Cernuda, hay ciertas similitudes: ambos han sido, el uno como pintor y el otro como escritor, dos personas bastantes incomprendidas durante una época en España. 

Había una pintura, digamos entre comillas, «franquista», una poesía «franquista» y, al revés, una pintura «antifranquista» y una poesía «antifranquista». Quedaba muy poco espacio en aquellos años en España (eran los años cincuenta y sesenta, que los conozco muy bien) para un pintor independiente que no era ni vanguardista ni social, como era Ramón; y tampoco lo había para un poeta que no era ni franquista ni comunista. Es decir, no era el caso de un José María Pemán ni de un Rafael Alberti, por hablar de dos ilustres gaditanos.

Más tarde, la poesía de Cernuda fue creciendo en valoración, al igual que ha ido sucediendo con la pintura de Ramón Gaya, y es por eso que estamos en este museo conmemorando a Luis Cernuda. Creo que, siguiendo aquellas biografías de Plutarco, podríamos hablar en cierta medida de dos vidas paralelas.

Luis Cernuda, por Ramón Gaya
Luis Cernuda, por Ramón Gaya

Yo tuve la suerte, o la casualidad, de conocer siendo niño a Luis Cernuda en Londres, donde mi padre dirigía el Instituto de España y donde Cernuda estaba exiliado. Pero mi padre seguía una política de buena voluntad hacia ciertos elementos del exilio, concretamente hacia Cernuda. Habían sido amigos de jóvenes y Cernuda, con todas sus distancias, también era un hombre bastante solitario. Y, de pronto, aquel encuentro en Londres, donde tal vez tuvo más relación con mi madre que con mi padre, lo hizo sentirse, supongo, un poco más cerca de España.

Yo tengo bastantes recuerdos de él que no voy a ir contando, porque esto no es el «Hola» literario y, además, he escrito ya una parte en un libro de memorias y la otra parte alguna vez la contaré más por extenso. Pero sí tengo unos recuerdos muy claros. Yo tenía por entonces entre cuatro y cinco años, y si hubiera sido en Madrid no me hubiera fijado en absoluto, pero todos mis recuerdos de infancia están asociados a Londres. De hecho, mi primer viaje en avión fue para ir a Londres, donde me encontré con una ciudad que no tenía nada que ver con Madrid y con gente que hablaba otro idioma. Y a Cernuda lo vi allí mucho y, pese a esa fama de hombre frío y antipático, conmigo fue absolutamente encantador, y me ha quedado de él un recuerdo enormemente entrañable. Pero claro está, entonces yo ni pensaba que era poeta ni pensaba que era nada; para mí era una persona un tanto rara, porque un niño no entiende lo que es el exilio ni lo que es nada.

Pero el hecho de que fuese español y, por otro lado, que fuera vestido de inglés, (porque Cernuda vestía mas inglés que los propios ingleses), aquella sensación de ser y no ser perteneciente a mi familia, a días sí y a días no, hacían que aquel personaje se me quedara muy grabado. Como se me quedó enormemente grabada la última visión de él, que fue en la puerta del Instituto de España en Londres (que ahora creo que es el actual Instituto Cervantes), ante la cual Luis Cernuda, al despedirse de mi padre, de mi madre y de mí, se echó a llorar. Yo no había visto llorar a personas mayores, ese recuerdo se me ha quedado muy vivo; y lo puedo evocar, en este momento, perfectamente: es decir, esa situación en la puerta de la calle, que fue desde luego algo muy extraño para mí. Me ha quedado, como digo, un recuerdo muy claro. Pero luego pasan los años y me olvido de él, a pesar de que quedan mis recuerdos de Londres.

De pronto, teniendo como diecisiete o dieciocho años, en una antología de poesía española contemporánea, leí un poema suyo. Había varios, pero uno me impresionó muchísimo y, entonces sí, por primera vez, asocié de pronto, de una manera tal vez un poco vaga, a Luis Cernuda -para entonces ya sabía que era poeta- con ese poema que sí voy a leer, pues fue por ahí por donde empezó mi personal interés por la poesía de Cernuda. El poema se llama «Adolescente fui»:

 

Dibujo de Ramón Gaya sobre Cernuda
Dibujo de Ramón Gaya sobre Cernuda

«Adolescente fui en días idénticos a nubes, / cosa grácil, visible por penumbra y reflejo, / y extraño es, si ese recuerdo busco, / que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy. // Perder placer es triste / como la dulce lámpara sobre el lento nocturno; / aquel fui, aquel fui, aquel he sido; / era la ignorancia mi sombra. // Ni gozo ni pena; fui niño / prisionero entre muros cambiantes; / historias como cuerpos, cristales como cielos, / sueño luego, un sueño más alto que la vida. // Cuando la muerte quiera / una verdad quitar de entre mis manos, / las hallará vacías, como en la adolescencia / ardientes de deseo, / tendidas hacia el aire.»

Por él descubrí al poeta, es un poema de juventud de Cernuda y, en cierta forma, es también un poema de mi juventud, porque me marcó profundamente. Pero en aquel momento yo estaba más interesado por la poesía social que se hacía en España -Gabriel Celaya, Blas de Otero, etc. -, que por la de Cernuda, a quien, además, había leído mal. Me refiero a una poesía de intención, digamos, fundamentalmente política.

Mi padre tenía ediciones de «La realidad y el deseo», pero después de la Guerra Civil en casa no había ningún libro de él. Encontrar libros de poesía era sumamente difícil en aquella España y Cernuda quedó, ya digo, como una sombra. Y, por otro lado, por aquella época de estudiante en la universidad participaba en actividades políticas, en el Partido Comunista, etc. etc. Entre los poetas «liberales» (Alberti, Celaya…), Neruda era el más importante, el Neruda del «Canto General», un libro con muchas caídas y con mucha poesía que ya no me dice nada, aunque de todos modos era un poeta con más entidad que cualquiera de los de aquí.

Pero Cernuda quedaba un poco como al margen de los intereses míos a los dieciocho, diecinueve, veinte años mas o menos, cuando, en 1963, un poeta que ya ha muerto, Fernando Quiñones, con el cual trabajaba en una editorial, me dio la noticia de que había muerto Luis Cernuda. Aquello realmente, de pronto, sí me golpeó; esa noche hablé con mi madre, que se sintió muy afectada, y me contó su relación de amistad con Cernuda. Hablamos mucho de él, y fue el propio Quiñones quien me prestó la tercera edición de «La realidad y el deseo», que se había editado en México. Leí ese libro completo y tuve una impresión radical. En la vida ese tipo de impresiones se suelen tener de jóvenes y transforman tu visión del mundo. Y esa lectura de los poemas de Cernuda vino a transformar para mí no sólo la visión de la poesía, sino la visión del mundo, que es algo mucho más profundo y mucho más duradero.

Porque en Cernuda hay un ensamblaje muy notable entre el personaje y su poesía, entre la actitud ética del poeta y su propia poesía. Recuerdo aquel verso que siempre me ha gustado mucho de la «Epístola moral a Fabio»: «iguala con la vida el pensamiento». Pues bien, Cernuda ha sido uno de los poetas españoles que más cercano ha estado de igualar su vida con su pensamiento.

Como ya, por otro lado, había vivido una influencia muy importante que quiero destacar: la del escritor francés Albert Camus, un hombre que estaba también, como en el caso de Cernuda, situado entre la derecha y la izquierda, un intelectual con una visión muy lúcida del mundo, una persona muy independiente, que se había matado en un accidente de automóvil unos años antes de que Cernuda muriese.

A partir de ahí encontré un camino para seguir siendo, hasta el último día de la vida del general Franco, «antifranquista»; pero sin tener tampoco que ser inexorablemente «comunista». Es decir, elegir entre Franco o Stalin era una decisión absolutamente macabra, y en un momento dado me di cuenta de que había otro camino posible, un camino mas difícil, que era el la independencia personal. Y eso me lo enseñaron, a los veintiún años, fundamentalmente Albert Camus y Luis Cernuda. Luego vendrían otros, pero a ellos dos les estoy profundamente agradecido y, desde entonces, he mantenido esa misma actitud, de no estar ni con un extremo ni con el otro.

Por otro lado, hay una frase de Octavio Paz a propósito de lo que realmente debe ser un poeta que me parece fundamental. Se halla en un ensayo sobre Luis Cernuda que sigue siendo, después de muchísimos años, el mejor ensayo que se ha escrito nunca sobre él, y la frase dice: «Yo diría que es el poeta que habla no para todos sino para cada uno que somos todos». Esta distinción me parece muy buena, porque, por ejemplo, Neruda intentaba hablar para todos. Pero ¿qué es todos, qué es «el pueblo»? La palabra ‘pueblo’ no he acabado de entenderla nunca… Creo que todos sí somos una comunidad, pero la palabra del poeta tiene que llegar a cada uno por separado. Por eso soy muy partidario de las lecturas privadas de poesía, y aunque yo he hecho muchas en público y me parecen muy bien, porque la gente que tiene interés en mi poesía puede alcanzar a conocerme personalmente, creo que la mejor lectura de un poeta tiene uno que hacerla en la soledad de su cuarto y sintiendo que está, de alguna manera, dialogando con el poeta al que está leyendo. Es entonces cuando, de verdad, te sientes emocionado. Y pienso que poetas como Cernuda, sobre todo, tienen que leerse en solitario. Por cierto, también dice Octavio Paz en otro momento de ese ensayo que Cernuda es un poeta solitario y para solitarios.

Después de estas ya diversas visiones en torno a Cernuda y al descubrimiento de su poesía, en 1970 pasé un año en Estados Unidos, en Nueva York, donde hablé de Cernuda con algunos profesores, que eran bastante reticentes con el poeta. En esa época, ni dentro ni fuera de España, Cernuda era un poeta ni demasiado estimado ni demasiado traído y llevado. Se había producido el homenaje de la revista «La caña gris», de Valencia; antes incluso, la revista «Cántico», de Córdoba, le había tributado otro homenaje, y por aquel entonces, un grupo de poetas -Jaime Gil de Biedma, Paco Brines y yo- intentábamos de nuevo que se diese a Cernuda el valor que realmente tenía, pero la cosa no acababa de funcionar. Y en Nueva York me encontré que ni los profesores hispánicos ni los americanos lo valoraban especialmente.

Después, en San Francisco, me sucedió una anécdota a partir de la cual escribí una prosa, que es de las que más me gustan y que está publicada en mi libro «Los mitos y las máscaras». Aquella prosa sobre Cernuda se llama «El marco vacío» y la escribí a raíz del encuentro con una editora norteamericana que había coincidido, junto a su marido, con Cernuda cerca de Nueva York, donde el poeta estuvo dando clases durante dos años. Al parecer, un día de nevada, con mucho frío, iban los tres paseando y Cernuda les dijo en un momento dado que subieran un momento a su cuarto para tomar juntos una copa de jerez. Subieron al cuarto, estuvieron allí hablando, y esta mujer se fijó en un detalle, que años después me contó a mí y que yo relataré ahora. El hecho es que ella no había vuelto a hablar de Cernuda con nadie, se separó de su marido, perdió de vista a Cernuda, se dedicó a una ediciones que hacía en San Francisco y, de pronto, por casualidad, fue a una lectura mía y a la salida se ofreció a llevarme al hotel, y en el transcurso hablamos de Cernuda. Entonces fue cuando me contó el descubrimiento que había hecho en su cuarto, un cuarto que, según dijo -y yo ya me figuraba-, estaba muy ordenado, muy pulcro; pero sobre la mesilla de noche aquella mujer había visto un marco, un marco antiguo -yo imaginé que español o barroco-, y aquel marco estaba vacío. No había nada, ninguna imagen, ninguna fotografía: el marco con su cristal, pero absolutamente vacío.

La sensación de Luis Cernuda en una universidad perdida de Estados Unidos, en un día de nieve y con un marco vacío al lado de su cama me parece una de la sensaciones de mayor soledad que se puedan tener. Desde luego, cuando luego alguna gente ha dicho que Cernuda tenía un carácter muy difícil, yo siempre he pensado que la vida, desde luego, no se lo puso en absoluto fácil.

De San Francisco me fui a México, donde estuve viviendo unos meses, y allí, en ciudad de México, por primera vez, mas aún que en España, sí que sentí, no en plan mayoritario, pero sí en una minoría importante, un gran respeto y una gran admiración por Luis Cernuda.

Es cierto que sus libros, tanto de poesía como muchos de prosa, se habían editado en México: «Variaciones sobre un tema mejicano», la tercera edición -la más completa- de «Ocnos», otro libro de crítica literaria como «Pensamiento poético en la lírica inglesa», etc. Pero realmente sí encontré allí una pasión por Cernuda. Octavio Paz, por ejemplo, que era conocido en España pero muy minoritariamente, me habló con un entusiasmo enorme y yo, claro está, le hablé con el mismo entusiasmo del ensayo suyo sobre Cernuda. Leí también en su libro «Salamandra» el poema que le había dedicado, un poema muy hermoso. Hablé asimismo de Cernuda con Ramón Xirau y con Alvaro Mutis, con quien visité la tumba de Cernuda en el panteón Jardín de Ciudad de México. Alvaro había estado en una ocasión anterior, sabía dónde estaba, y llevamos un ramo de violetas, porque era su flor predilecta. Y también volví a sentir entonces, porque la lápida de su tumba estaba rajada, una extraña sensación de separación enorme entre el poeta y su país, entre el poeta y su normal público de lectores.

Y esto me lleva a un poema que me resulta la prueba más dramática y lúcida sobre el exilio, porque, en general, los poetas del exilio -León Felipe, Alberti y demás- siempre tenían el sueño, o por lo menos lo escribían, de que iban a volver, que regresarían a España. Y ese poema de Cernuda, que se llama «Impresión de destierro», es de una lucidez absoluta sobre su propio destino, sobre el sentimiento de que no iba a volver. Y además, sobre el destino de una persona íntegra en el exilio:

«Fue la pasada primavera, / hace ahora casi un año, / en un rincón del viejo Temple, en Londres, / con viejos muebles. Las ventanas daban, / tras edificios viejos, a lo lejos, / entre la hierba el gris relámpago del río. / Todo era gris y estaba fatigado / igual que el iris de una perla enferma. // Eran señores viejos, viejas damas, / en los sombreros plumas polvorientas; / un susurro de voces allá por los rincones, / junto a mesas con tulipanes amarillos, / retratos de familia y teteras vacías. / La sombra que caía / con un olor a gato, / despertaba ruidos en cocinas. // Un hombre silencioso estaba / cerca de mí. Veía / la sombra de su largo perfil algunas veces / asomarse abstraído al borde de la taza, / con la misma fatiga / del muerto que volviera / desde la tumba a una fiesta mundana. / En los labios de alguno, / allá por los rincones / donde los viejos juntos susurraban, / densa como una lágrima cayendo / brotó de pronto una palabra: España. / Un cansancio sin nombre / rodaba en mi cabeza. / Encendieron las luces. Nos marchamos. // Tras largas escaleras casi a oscuras / me hallé luego en la calle, / y a mi lado, al volverme, / vi otra vez a aquel hombre silencioso, / que habló indistinto algo / con acento extranjero. / Un acento de niño en voz envejecida. // Andando me seguía / como si fuera solo bajo un peso invisible, / arrastrando la losa de su tumba; / mas luego se detuvo. / «¿España?», dijo. «Un nombre. / España ha muerto». Había / una súbita esquina en la calleja. / Le vi borrarse entre la sombra húmeda».

Después de esa visión tan absolutamente trágica del exilio, Cernuda, obviamente, nunca volvió a España. Ni creo que hubiese vuelto con la muerte de Franco, primero porque ya le habría cogido muy mayor, y segundo porque para esas fechas ya se habría resignado a que su destino era el exilio y la soledad.

Pero Cernuda tuvo la suerte de encontrarse en México con un pequeño grupo de admiradores, aunque no tanto españoles, con los cuales no tuvo especial trato. Cuando Cernuda llega a México yo creo que Ramón Gaya ya no estaba. Cernuda llega a México tarde, creo que hacia los años cincuenta, porque antes estuvo en los Estados Unidos, y por tanto Ramón Gaya ya no se encontraba allí. De la otra gente del exilio mantuvo algún contacto con León Felipe, Moreno Villa y, sobre todo, con la poetisa Concha Méndez, en cuya casa vivió y en cuya casa murió. Concha Méndez estaba casada con el poeta y editor Manuel Altolaguirre, hasta que se separaron, Manuel se fue a vivir con otra mujer y finalmente se mató en un accidente aquí en España.

Por tanto, Cernuda no tuvo mucha relación con lo español, pero, en cambio, encontró esa suerte de que unos cuantos poetas mejicanos, fundamentalmente Octavio Paz -que fue con el que tuvo mas relación-, respetasen y valorasen su poesía. Y tuvo también la suerte de que se publicara allí la primera edición mejicana de «La realidad y el deseo». Eso sí se lo debe en parte al español Joaquín Díez Calero, que fundó luego la editorial Joaquín Mortiz, y que era también el responsable de las ediciones del Fondo de Cultura Económica. Pero realmente la persona que mas insistió para que ese libro apareciese en México, en el Fondo de Cultura Económica, fue, sin duda, Octavio Paz.

Luego, otros poetas, como el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez o el colombiano Alvaro Mutis, que residían en México, estuvieron, cada cual en su medida, cerca de ese enorme solitario que fue Luis Cernuda.

Quiero referirme a la cercanía que existe entre México y Sevilla. La primera vez que yo fui a Sevilla, en el año 1966, acababa de pasar ocho meses viviendo en Londres, donde terminé mi primer libro. Una casualidad hizo que viajase hasta Sevilla y, después de estar viviendo en Londres, me pareció otro mundo. Sevilla es la ciudad que mas me gusta de España. Y cuando luego, dos años después, fui a México, encontré muchas similitudes arquitectónicas y de otro tipo.
Entonces México D.F. no era una ciudad destruida, como ahora, sino que era medianamente vivible. Cuando yo llegué tenía nueve millones de habitantes, una ciudad indudablemente grande, pero ahora tiene veintidós, y se ha convertido en un lugar invivible. México era el país de América que a mí más me ha gustado, en el que he vivido más tiempo y con más pasión, pero ya ha perdido bastante de ese encanto que Cernuda pudo encontrar y que le acercó a su Sevilla natal. Yo creo que los colores, la influencia andaluza en la arquitectura barroca mejicana, todo ese mundo, incluso el propio acento, la propia manera de hablar de los mejicanos, le acercó, mas que a España, a su odiada en cierta medida -y en otra entrañablemente querida- Sevilla. Odió Sevilla, pero escribió el libro más hermoso que se ha escrito nunca sobre Sevilla, que son los poemas en prosa de «Ocnos». Esa es una de las contradicciones (que yo entiendo perfectamente) que se daban en un hombre en las condiciones de vida que tuvo que soportar y que la historia le obligó a soportar. Porque recordemos que no sólo vivió la Guerra Civil española, sino que cuando se exilia a Inglaterra tiene que vivir allí el horror de la Segunda Guerra Mundial, los bombardeos de Londres, etc., etc. Y más tarde tuvo que marchar a un país tan inhóspito para un sevillano como es Estados Unidos. Así que cuando por fin llega a México, Cernuda encuentra de nuevo su patria y su destino y, con todo lo que a veces le irritaba México en su vida final, pasó allí veinte años de su vida hasta que le sobrevino la muerte. La lápida rajada en la tumba de Cernuda creo que ya la han arreglado, y a él, que escribió un hermosísimo libro titulado «Donde habite el olvido», creo que le hubiera gustado especialmente.

Voy a ir concluyendo ya esta evocación que he ido desarrollando un poco a saltos, y cuyo único valor reside en que abarca casi toda mi vida, desde los cinco años que tenía en 1947, cuando más recuerdos guardo de Cernuda, hasta a los sesenta que tengo hoy. Así que son cincuenta y cinco años de «cernudismo» más o menos vivido.

Terminaré, pues, con un poema que escribí sobre Cernuda, publicado hace ya muchos años, y que es donde más concentrado se halla ese itinerario de lo que Luis Cernuda ha representado para mí, aunque en este caso añadí un lugar como Roma, donde Cernuda nunca estuvo. Pero él sentía una gran admiración por el poeta romántico inglés John Keats, y cuando yo fui a visitar la casa de Keats en Roma -tal y como lo cuento en el poema- encontré allí de pronto también la presencia de Luis Cernuda. Y ese poema lleva su nombre:

«En Madrid, donde me dieron la noticia de tu muerte, / en Sevilla, años después, en una extraña primavera, / en Londres, repitiendo tantas veces / el sonido de tu voz, el roce de tu mano. / En Nueva York, mirando caer la nieve / -junto a aquel cuerpo que tanto quise-, / y en México, bajo la lluvia, frente a la piedra rajada, / que nada guardas / sino tu nombre y las cenizas de un recuerdo, / has estado conmigo, fantasma de un fantasma. / Y esta tarde de Roma -en la casa en que muriera Keats-, / bajo la luz transparente de principios de otoño, / he vuelto a sentir, casi un temblor, tu presencia, / la terca pasión de tu memoria, / algo remoto y familiar como tu fotografía. / Que esa presencia, esa memoria me acompañen / hasta el día en que sean reflejo fiel, / testimonio inútil de un sueño derrotado / y una mano cierre mis ojos para siempre».

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