Un año y medio antes de morir en Ginebra (Suiza), conocí al poeta José Angel Valente. Fueron encuentros espaciados y breves en torno a Juan Ramón, príncipe del Parnaso que va desde Estocolmo a Madrid pasando por Puerto Rico o Telde, y que alcanzó el Premio Nobel a propuesta de varias universidades… norteamericanas. Quizás por ese estimulante afan emulador que al igual que los niños mostramos hacia nuestros maestros, yo de mayor quería ser editor de Valente y, a ser posible, también amigo. No conseguí ni lo uno ni lo otro, pero al menos logré acercarme y comprenderle, complicado y dificultoso viaje cuya recompensa es una de las que más aprecio de toda mi corta y escasa vida literaria. A través de este juanrramoniano cruce descubrí también a la fotógrafa suiza Jeanne Chevalier: sus libros me deslumbraron y en una posterior visita a su estudio me mostró sus arcanos y sus trabajos conjuntos. Jeanne fotografiaba aquello que José Angel intuía y fruto del mestizaje de miradas fluyó una creatividad sólo apreciable ya en museos y exposiciones.
Por el camino de Jeanne Chevalier llegué a Coral Valente y a su simpática hermana. Su viuda es una pintora a la cual la sombra de su marido le arrebató quizás tanta luz como le hubiera iluminado antes. Vive tambien en Suiza poniendo color en la vida racional y organizada de este breve y muy desconocido árbitro financiero y humanista del mundo, cuna de los más grandes (y opacos) bancos y de las principales instituciones filantrópicas. Aquella lejana desdicha por los excesos de la razón es un defecto que aquí no llega y esta mujer inteligente, prudente y discreta lo acusa cada vez que viene a España.
Así a unos y a otros oí hablar de Jacques Ancet, poeta, traductor y editor de Valente, al que recordarán algunos por sus ediciones de tapas negras en Cátedra o su inolvidable conferencia en la Residencia de Estudiantes sobre la voz y el dolor en la obra de su artista preferido. También desde Suiza ha realizado una de las tareas críticas más agudas que he leído sobre este autor, privilegio de mi biblioteca. «Y con voz lenta, reunió lo disperso; sumó gestos y nombres, calor de tantas manos, y luminosos días, en un solo suspiro…», poema en el que recalé y sólo entendí gracias a los comentarios de Ancet. Ese, y no el habitual cogotazo o pellizco de monja, es el mejor regalo que puede brindarle un buen crítico al lector lentamente perspicaz y sin embargo apresurado que somos todos, pero la dádiva se nos presenta siempre huidiza y cara.
Con estos antecedentes, era lógico que tarde o temprano tropezara con Rafael José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971), quién desde hace cuatro años vive en Gran Canaria y que hace poco presentó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid sus dos últimas traducciones, de la mano -como no podía ser de otra manera- de Jacques Ancet. Una se titula «La oscuridad», del también poeta Philippe Jacottet (Moudon, Suiza, 1925), en la preciosa editorial Artemisa niké, donde narra con sutileza el desencanto de un discípulo que contempla el crepúsculo de su maestro. La otra es «Para un cosechador» (Editorial La Garúa), que en igualmente bella factura contiene el célebre poema «Dragón» del suizo Gustave Roud (1897-1976), del que tanto se oía hablar y que hace honor a su fama.
Dìaz ya había sido el primero en España en publicar el «Requiem» de Roud y fue Jorge Rodríguez Padrón quién dió a conocer esta pequeña joyita que debió seducir tanto al editor aragonés Raúl Herrero -con quien comparto gustoso la gloria efímera y pánica de haber editado un libro de Fernando Arrabal- que decidió incluir a Rafael José en la antología «Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles» (Libros del Innombrable, 2005). En ella también figura el canario Paco León y para rematar estas noticias de la Villa y Corte hay que anotar otra feliz casualidad: éste último y Alejandro Krawietz -autor de la última antología sobre Angel Crespo- presentaron en el mismo Círculo sus revistas y libros (soy simple degustador y ferviente coleccionista de «Piedra y Cielo» y «Vulcane»). Desde el ángulo oscuro, ellos hacen que el Archipiélago emita una lucecita al resto del mundo con trazos de calidad y sorpresa, modernidad y tradición, innovación y cosmopolitismo. Y están subiendo con ella a las más altas cumbres, también suizas.