Editorial Hijos de Muley Rubio

La brújula de Mitsuo Miura

Mitsuo Miura
Mitsuo Miura

Federico Utrera.

La reciente exposición del pintor español Mitsuo Miura (Iwate, Japón, 1946) en el museo Artium de Vitoria y la trayectoria ascendente de este artista que con 20 años llegó a España para estudiar grabado en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando han provocado mi curiosidad por su peculiar situación, tan original como su propia obra. Mitsuo Miura es un paisajista moderno, uno de los primeros abstractos que pintó nuestro país alejandose de lo estrictamente figurativo y quizás uno de los pocos que huye de las corrientes tenebristas que, no sin bastante lógica, han estado tan apegadas a nuestra memoria histórica y artística. Ocurre que este pintor dibuja solo las cosas agradables de la vida, los problemas personales no le interesan, solo la sensibilidad individual o colectiva, que no tiene nada que ver con la pandereta y el olé. En sus colores, maderas y montajes se aprecia esa vitalidad y ese optimismo, esa sonrisa con la que nos obsequia y capta las modulaciones de temperatura, luz, color, humedad, viento, cielo, sal, tierra, agua… 

Desde sus 120º en la Playa de los Genoveses hasta su mirada Tutti Frutti, aquella Ciudad que no es lo suficientemente grande para los dos o ese Show Window, que han recorrido Madrid (Helga de Alvear, Circulo de Bellas Artes), Barcelona, Tokio, Berlín, Burgos, A Coruña, San Sebastián o Las Palmas de Gran Canaria (Ojeda y CAAM), Mitsuo Miura ha gozado del interés de críticos y analistas como Alicia Murría, Calvo Serraller, Fernando Huici, Jonathan Allen o Clara Muñoz, por citar los más conocidos. Su producción se ha visto al amparo de María Zambrano, Walter Benjamin, Roland Barthes o Heidegger, su razón literaria ha sido suficientemente explicada con Juan de Mairena, Bioy Casares o en contraposición a Guy de Maupassant… Hoy en España, la obra de Mitsuo Miura ha logrado el interés de los grandes especialistas en Arte, falta por averiguar por qué no ha alcanzado la divulgación necesaria ante el gran público, cual es la razón por la que sigue al margen de los cánones oficiales del buen gusto. Aunque perteneciendo a esa reducida aristocracia de los hombres libres no extraña que en Japón sea considerado un artista español y en España un artista japonés, para reparar en la medida de lo posible esa asintonía y como mero espectador de la pintura contemporanea, propongo aproximarse a Miura a la luz de otras poéticas, que considero consciente o inconscientemente más lindantes a su obra. Así ha sido como al menos yo he logrado comprenderlo mejor y entusiasmarme con sus creaciones.

Me refiero a Juan Ramón Jiménez y José Angel Valente, poetas que estan más cerca suya de lo que él cree. Gracias a los concienzudos y clarividentes estudios de un poeta e hispanista coreano llamado Yong-Tae Min, que sigue siendo un perfecto desconocido aquí hasta el punto de que tuvo que autoeditarse su libro de poemas «Tierra azul», tenemos acceso a los aspectos más orientales de la poesía de Juan Ramón. Y en esa fusión de occidentalismo y orientalismo que tan buenos frutos ha dado en Europa y América (Yeats, Whitman, Emily Dickinson, Octavio Paz, Valente…) saludamos con naturalidad a Miura. Uno de los versos más conocidos de Juan Ramón lo explica: «¡No la toques ya más, que así es la rosa!». Y es que tocando puedes matar, pero retrayéndote puedes poseer, ese afán de separarse unos metros del lugar observado y a la vez caminar por la vida dos pulgadas por encima del suelo es lo que caracteriza la pintura de este artista. Creo incluso que Miura, con otras palabras, lo ha reconocido.

También se ha confesado muy lejano de las ortodoxias católicas o protestantes, no comparte en absoluto ese fatalismo que nos embarga a este lado del globo donde la posición de partida ante cualquier innovación o cambio reside en vaticinar que va a ser un desastre, que triunfarán las fuerzas del mal y aflorará lo peor de cada casa, lo más mezquino que llevamos dentro. En su pintura se vislumbra, por contra, parte de ese «dios deseado y deseante, de mi mina en que espera mi diamante». Miura lo explica observando una playa o un paisaje todo un día a la espera de ese instante mágico, esos 10 ó 15 minutos donde la temperatura revolotea y juega con la brisa transmitiendo una sensación agradable al máximo que él intenta captar primero con su cámara fotográfica para luego llevarla al lienzo con un enfoque abstracto y minimalista, puro realismo del siglo XXI. ¿O no son nuestras ciudades cada vez más abstractas y nuestros espacios de goce cada vez más simples y reducidos?

Lo esencial. En la medida en que precisemos la esencia de las cosas avanzaremos en su comprensión, «inteligencia, dame, el nombre exacto de las cosas», en esto fue muy injusto Luis Cernuda con el Premio Nobel, la búsqueda de ese momento de iluminación para todo y sobre todo es lo que Mitsuo Miura plasma en sus obras y eso no es japonés ni español, es simplemente una óptica poética, aunque ciertamente muy escasa. Es la misma que José Angel Valente atisbara en su libro «La Memoria y la Luz», donde ve el Cabo de Gata como un lugar donde se aposenta y vive esa poderosa señora, «dominio y extensión del aire y latitud sin mengua del mirar. No sabríamos decir cuánto debemos ya a esta luz, que puede ser alta y terrible como un dios o declinar como animal de fuego hacia el crepúsculo, arrastrando con ella todo el cielo hacia la línea donde no acaba ciertamente el mar».

Hay circunstancias de Miura que aún me sorprenden, una de ellas es cómo ha percibido ciertas cosas que otros muchos ven pero no expresan, heterodoxas ideas estéticas que le han granjeado alguna delirante crítica desde un periódico nacionalista vasco adscrito a un partido político: «A los artistas nos preocupa más colocar nuestra obra que pensar en ningun tipo de finalidad, y yo creo que es necesario trabajar para el lugar. Sin embargo, en otros países, muchos artistas trabajan con la preocupación de ambientar la ciudad, son formas de trabajo muy diferentes. En España, el arquitecto va por su cuenta, el jardinero por la suya y el artista, cuando interviene, hace lo mismo, el diseño global de los espacios no existe. En Japón se trabaja de una manera muy diferente, coordinada, en equipo…». ¿Tanto duele esta filosofía como para considerar sus obras como «estampados de verano de nuestras impertérritas etxekoandres (amas de casa, marujas) y señoras madrileñas»?. En las tierras oscuras de la truculenta sinrazón parece que sí.

Esa retórica, sea hiriente o adulante, de la que tan alejado está Miura (sus principios preferidos son esencia, estudio y responsabilidad, rellanos previos a la necesaria diversión) no impidió que sus trabajos en madera se mostraran junto a los de Eduardo Chillida o Esteban Vicente en la controvertida exposición colectiva «Un bosque en obras», que dejó fuera a Juan Muñoz. O que participara en aquella célebre «Madrid + islas» desde Zaragoza. Miura ha buscado en los desiertos cuando todo era un erial, allá por los años sesenta. Su coherencia y tenacidad son dignas de aplauso, en otros lares estas miradas tan singulares e incomprendidas estarían subidas a pedestales de oro, aquí no le arriendo tanto la ganancia. Por eso se esfuerza en que los alumnos de sus laboriosos talleres no se limiten a seguir los abundantes modelos de hoy que a él tanto trabajo le costó entonces encontrar y les pide en cambio que investiguen su propia vida. No es lo mismo, claro, buscar en una árida estepa que hacerlo en la poblada selva, aunque no sé que entraña más riesgos. Pero si es seguro que Mitsuo Miura nos presta la brújula necesaria para aprender a mirar.

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