Diego Barrado.
La mayor parte de las opiniones que conozco coinciden: Tombuctú decepciona. Mi escaso inglés alcanza para entender las guías del Lonely Planet y allí lo dice claramente: cuesta mucho esfuerzo llegar y es fácil sentirse decepcionado al alcanzar el objetivo, «disappointed» creo que es la palabra que utilizan. Incluso cualquier malinés sensato con el que hables, te recomienda que no vayas. Ya lo había leído en la magnífica novela «Cita en Tombuctú» (Ediciones Destino) y es verdad, sin duda Pep Subirós no la escribió de oídas.
Sin embargo, ahora que he estado en ese decepcionante lugar, puedo aportar mi opinión. Lo que en realidad sucede es que Tombuctú no existe, no al menos con los parámetros lógicos y sensoriales con que estamos acostumbrados a experimentar una ciudad. Por supuesto que hay una población que ostenta tal nombre, muy pequeña, situada a las puertas del Sahara, entre las charcas que deja el Níger, cuando asustado ante la perspectiva de enfrentarse al gran desierto, decide trazar una curva de 180 grados para volver de nuevo hacia el Golfo de Guinea, a sus húmedos y acogedores orígenes tropicales. Pero no es fácil verla, ni tan siquiera olerla como sucede con tantas ciudades árabes.
Por más que espigo entre mis recuerdos no consigo encontrar mi primer anhelo por esa ciudad, sólo acierto a apuntar que siempre quise ir. Pero sé que no es verdad, que ese siempre debe tener un origen, seguramente un libro de viajes o alguna leyenda; al fin y al cabo Tombuctú es más un mito que una realidad. Incluso es posible que ese deseo se lo deba a mi muy ilustre colega, el geógrafo árabe andalusí Al-Hasan-Ben Muhammad Al-Wazzan Al Fasi, más conocido en occidente como León el Africano, autor a mediados del siglo XVI de una ‘Descripción de África y de las cosas notables que en ella se encuentran’ (edición en castellano de «Hijos de Muley-Rubio») en la que habla, aunque poco, de Tombuctú.
Por el contrario, sí recuerdo con exactitud cuándo y por qué decidí definitivamente ir. Sucedió hace no mucho, cuando después de intentar imaginarla durante tanto tiempo pude por fin oírla, especialmente en discos de Alí Farka Touré como Talking Timbuktu, Niafunké o The River. De hecho, si he abierto el relato con una frase de este magnífico guitarrista malinés es porque desde que le escuché por primera vez me empezó a parecer que Tombuctú no estaba tan lejos, no podía resultar tan inaccesible como a primera vista parecía.
Aunque de eso sólo tuve plena consciencia después, sobre la pinaza, una piragua a motor que se deslizaba lenta y suavemente Níger abajo en dirección a la todavía lejana Tombuctú. El apagado ronroneo del motor Yamaha y el chapoteo del agua al chocar contra la ligera embarcación parecían reproducir la música que había escuchado con insistencia casi excluyente durante los meses anteriores. Música que entonces comprendí, y que parecía limitarse a reproducir melódicamente el discurrir del gran río sonoro desde las húmedas alturas de Futa Djalón hasta la Macina, la llanura de casi nula pendiente que sirve de umbral a Tombuctú, y que obliga al Níger a desparramarse en un inmenso delta interior confundiendo en un todo agua, tierra y cielo.
Poco a poco, esa identidad entre el río y la música se me fue presentando más y más fuerte. De hecho, a mis ojos y oídos el Níger y la música que se hace en sus orillas, el agua y su reflejo melódico, parecían confluir en un único cauce que recorriese todo Malí de norte a sur, desgranándose ambos como una suave letanía de desconocido origen que procediese del fondo de una suerte de memoria colectiva, y que tras fecundar un inmenso espacio girase para volver al misterioso y desconocido lugar del que surgió.
Y como el paisaje que enmarca el recorrido del Níger, la música del tronco mandinga se va haciendo más sobria a medida que el discurrir del río la empuja hacia el norte. Así, al igual que una descripción geográfica podría referir el tránsito del bosque tropical al Sahel cada vez más seco, para finalmente acabar describiendo el Níger como un cauce asediado por las dunas del Sahara; así Lucy Duran, en su estudio sobre la música de Malí y Guinea (Rough Guide to World Music, vol. One), habla del tránsito de sur a norte de los ritmos rápidos y voluptuosos de Guinea y de la música malinesa de lengua maninka a las más lentas melodías de origen bamana, que sirven de enlace con la cerrada música de las regiones desérticas, los blues de la tradición shongai y tuareg de los cuales el citado Ali Farka Touré es el principal representante.
Todas las sensaciones indican que poco de la sociedad y la cultura de esa zona de Malí puede entenderse sin la conjunción del discurrir del agua y de los sonidos, que se convierten quizá más que en ningún otro sitio, en metáforas de la existencia. El Níger asegura la supervivencia física, permite beber, lavarse, pescar, regar, moverse, transportar mercancías o producir electricidad; y sus periódicas inundaciones aportan el barro que ha hecho posible modelar arquitectónicamente la cultura sudanesa, con las ciudades de Djenné, Mopti o Tombuctú a la cabeza.
En cuanto a la música y la tradición oral, directamente emparentadas en su concepción tradicional, son la garantía de supervivencia como sociedad, puesto que a ellas se confía la historia, la memoria cultural, los valores y las formas de aprendizaje. Los jalis o griots, como castas o grupos sociales históricamente encargadas por linaje de la música y de la oralidad, son los detentadores de esa herencia y los encargados de difundirla, transmitirla y adaptarla. Pero no parecen ser los creadores absolutos sino los depositarios de una tradición, que se mantiene y perpetúa, con todos los mestizajes imaginables, en músicos como Salif Keita, Alí Farka Touré y muchos otros, aun cuando para estos últimos la música sea una elección y no una imposición sucesoria.
Tanto el río como la música y la oralidad parecen compartir un origen y un destino misterioso. El lento desfilar del Níger, con sus periódicas pero inexplicables crecidas era el reloj que marcaba el discurrir de la vida. Y esa vida convertida en historia, en memoria cultural de un pueblo, es la que los griots recogían en sus cantos no tanto como un conjunto de hechos individuales sino como un contínuo y rítmico sucederse de genealogías, de sagas en las cuales las individualidades se insertaban dentro de una matriz más amplia donde lo más destacado es el fluir.
Una avería producida poco después de dejar la ciudad de Djenné nos obligó a detenernos en un impecable poblado de barro, plagado de graneros alrededor de los cuales apuntaba el mijo. El calor y la humedad invitaban a esperar la reparación a la sombra del enorme karité junto al cual se había definitivamente detenido el vehículo; no obstante, emprendimos un corto paseo que nos habría de deparar uno de los momentos más interesantes del viaje. Una niña de no más de seis o siete años, con su pequeño hermano colgado a la espalda, demostró una increíble capacidad para reproducir cualquier frase en español, por muy larga y enrevesada que fuese. Así, ante nuestro entusiasmo, repitió durante un buen rato los refranes, trabalenguas, versos y trozos de canciones que le proponíamos, sin ningún error y exactamente con la misma entonación que nosotros imprimíamos, mientras reía alegremente nuestros inútiles esfuerzos por hacer lo mismo con su idioma.
Es inevitable preguntarse de dónde procede esa enorme capacidad de oír, de pegar las palabras y su musicalidad a la memoria, de venerarlas y paladearlas como tesoros que tienen un valor más allá de su sentido inteligible inmediato, más allá de un significado que se nos puede escapar pero que sin duda nos trasciende. Esa niña, con su capacidad de apreciar y de transmitir los sonidos sólo puede surgir de una sociedad que es plenamente consciente de que ha fiado su concepción del mundo a una de las más frágiles creaciones humanas: la palabra.
Esas palabras, melodías, cuentos y leyendas, al igual que el Níger, parecen atravesar tanto en el tiempo como en el espacio la sociedad malinense, sin pertenecer del todo ni a un lugar ni a un momento concreto. En ellos se encuentra, por tanto, la explicación de la pasada y de la actual sociedad así como las bases de su futuro, aun cuando sus propios miembros no conociesen a ciencia cierta, al igual que también les sucedía con el río, ni de dónde venían ni a dónde se dirigían.
No sé si las culturas del entorno del río se hicieron en el pasado esas preguntas sobre la procedencia y el destino de sus tradiciones. En cuanto a los europeos, especialmente los exploradores y las sociedades geográficas del XVIII y XIX, curiosos pero eminentemente prácticos, sólo se interesaron por el complejo discurrir del Níger, principalmente para ver si podía servir de vía de penetración hacia el interior del África occidental.
Se tenían noticias de un curso bajo, el Djoliba de los bambara localizados en torno a la ciudad de Segú, así como de un delta en la actual Nigeria. Pero la desembocadura se encontraba al sur, mientras que desde el primer viaje del explorador escocés Mungo Park se sabía que el Djoliba fluía hacia el norte; y no era fácil prever un recorrido tan caprichoso que incluyese una curva de 180 grados en el límite del Sahara. De hecho, ni tan siquiera el ya citado León el Africano, que había llegado en uno de sus viajes hasta la mismísima Tombuctú y que incluso había navegado por el Níger, conocía con certeza el recorrido de este río, llegando a recoger informaciones que lo identificaban con el curso bajo de otro de los grandes misterios de la geografía africana: el Nilo.
Y sin embargo, nada más distinto geográficamente y en cuanto a sus repercusiones culturales que el Nilo y el Níger. El primero, tras recibir el inmenso caudal etíope del Nilo Azul en la actual Jartum se halla con fuerzas suficientes para afrontar el Sahara, empujando con él desde la Antigüedad a las civilizaciones nubia y egipcia hacia el Mediterráneo. Por el contrario, los reducidos aportes hídricos que a la altura de Mopti vierte el Bani en el Níger no consiguen infundir a éste la confianza suficiente como para atreverse a seguir avanzando hacia el norte y enfrentarse al desierto.
Esta renuncia del Níger supuso que entre lo que los árabes llamaban Bil‚d al Sudán – la Tierra de los Negros – y las culturas mediterráneas se estableciese un enorme muro de incomunicación, el Sahara, que sólo podía ser superado por los navegantes del desierto, los tuaregs, que hicieron durante siglos de intermediarios entre ambos mundos. Y así surgió primero la realidad y luego el mito de Tombuctú, lugar de ruptura entre el agua y la arena, entre la piragua y el camello, en donde nada había pero por donde todo debía pasar, centro imprescindible de comunicación pero del que nada o casi nada fiable se sabía.
Ese continuo tráfico de mercancías – otro tipo de fluir – generó una inmensa riqueza económica de la que poco queda. Pero también una enorme prosperidad cultural que afortunadamente ahora se está recuperando en una institución que lleva el nombre de uno de los más insignes sabios de la ciudad: Ahmed Baba. Como dice el canto de griot recogido por J.R. de Benoist en su libro»Le Mali» (L’Harmattan), y que traduzco del francés:
«La sal viene del norte,
El oro viene del sur,
La plata viene del país de los Blancos,
Pero la palabra de Dios, los hechos sabios,
Las historias y los bellos cuentos,
Sólo se les encuentra en Tombuctú»
La primera noche que pasé en esa ciudad, después de una enorme tormenta que la dejó sumida en la oscuridad, y lo que es peor, silenció el ruidoso aparato de aire acondicionado que mal que bien refrescaba mi habitación, Tombuctú se llenó de sapos. Decenas, cientos de sapos saltaban a cada paso que daba entre la oscuridad. La habitación, el baño, los pasillos del hotel y lo que hasta hacía pocas horas era un ardiente arenal sin vida bullían de enormes sapos que salían de cualquier sitio, a aprovechar la inesperada agua que el cielo les acababa de regalar.
Como señala H. Biedermann en su «Diccionario de símbolos» (Paidós), en algunas leyendas los sapos aparecen como custodios de tesoros y de misterios. Hasta ahí llegaba Tombuctú para seguir preservando su propio mito, a proponer un supuesto juego del escondite al que después de soñar mucho tiempo ha conseguido finalmente llegar hasta ella. A seguir manteniendo la ficción de que no has visto nada aun cuando estés allí; a espetarte en tu propia cara que por mucho que mires Tombuctú sigue escondido a tus ojos detrás de sus casas de adobe, de sus calles sin asfaltar y de las tiendas de los tuaregs, del polvo y del calor asfixiante, de la arena y de los sapos.
El pequeño avión de fabricación soviética que nos sacó de Tombuctú contaba con las habituales recomendaciones de no fumar y de atarse el cinturón escritas en cirílico, y con unos pilotos rusos que parecían disfrazados como para actuar de extras en una mala película americana sobre la Guerra Fría. Al elevarse sobre el Níger permite contemplar una gran parte de ese curso que tanto intrigó hasta hace poco. Desde esa altura todo parece entenderse sin problemas: un curso bajo que fluye al norte, un delta al sur y una enorme curva que los une, y que en ese momento se extendía en parte ante mis ojos con su rosario de charcas y lagunas.
Pero no hay que olvidar que nuestra capacidad de volar es muy reciente, y que a pesar de esa supuesta superioridad física y mental que nos permite la altura siempre resultará inevitable preguntarse por el continuo fluir del agua. Al menos mientras recordemos la prodigiosa frase de Heráclito, en la que nos advertía de que el río en el que ahora nos introducimos no volverá a pasar jamás.
No creo que vuelva a Tombuctú. Ni siquiera sé si deseo volver. Pero estoy seguro de que me gustaría estar siempre volviendo, siempre envuelto en su misterio, preparándome para en otra hipotética visita, buscar también más allá de los sapos. Aunque lo cierto es que en ningún momento me decepcionó, «disappoint», que dirían en Lonely Planet.