Andrés Sánchez Picón.
(Profesor de Historia Económica de la Universidad de Almería)
El estallido de El Ejido ha ocupado la atención preferente de los medios de comunicación desde hace ya una semana. Se trata de una doble novedad: nunca en la historia de Almería hechos acaecidos en la provincia habían concentrado durante tantos días la atención nacional e internacional -con la excepción, tal vez, de aquel enero de 1966 en que cuatro artefactos nucleares norteamericanos cayeron sobre la costa de Palomares-. Pero, también, nunca antes en la historia contemporánea española se había producido un brote, calificado mayoritariamente de racista por la mayoría de los observadores, de tal magnitud e intensidad, y del que lo único que debe alegrarnos es que se haya saldado, hasta el momento, sin víctimas mortales, al margen de los luctuosos y trágicos hechos que encendieron el polvorín en los primeros momentos del conflicto.
Los sucesos son novedosos y a todos nos han cogido desprevenidos. A pesar de que los incidentes salpicados a lo largo de los últimos cinco años permitían barruntarlos, y a pesar de que todos nos hemos apresurado a comentar ahora que «esto ya se veía venir», lo cierto es que nos hemos topado con el primer episodio de envergadura (por el número de participantes) de lo que puede ser una de las facetas más destacadas de la conflictividad social en nuestro país durante la primera década del siglo XXI.
Muchos de los que vivimos en Almería hemos sentido estos días una mezcla de estupefacción y de merma en nuestra autoestima colectiva. Ésta se había ido construyendo en las últimas décadas a partir de la constatación del extraordinario crecimiento económico de la provincia durante los últimos treinta años. La locomotora de este crecimiento había sido la agricultura intensiva de frutas y hortalizas cultivadas en invernaderos, y los observadores más o menos cualificados destacaban la laboriosidad, la iniciativa, la capacidad de incorporan innovaciones tecnológicas y de crear riqueza por parte de sus principales protagonistas, los agricultores, así como la capacidad de penetración en los mercados internacionales de sus producciones agrícolas.
Por el contrario, en los últimos días se han difundido opiniones que, al calor de las llamaradas del brote violento, han trocado esos héroes en villanos. No me refiero sólo a las invectivas dirigidas contra los grupos de exaltados que han participado en la algarada xenófoba, señalo específicamente esas opiniones que tratan de presentar a los empresarios agrícolas almerienses como a unos «nuevos ricos» encumbrados sobre la explotación inicua de los trabajadores africanos. Adelanto que tal idea es, por lo menos, extremadamente parcial y señala un profundo desconocimiento de la realidad del sector agrícola en la provincia, así como de su trayectoria histórica reciente, como más abajo insistiré. Pero además, es peligrosa y contraproducente para la resolución del conflicto e incluso para el futuro del modelo agrícola almeriense. Así, un argumento más que añadir a las justificadas condenas éticas y morales aparecidas estos días, tendría que reparar en el hecho de que los ingresos del sector provienen de su presencia en los mercados desarrollados europeos, y no de la obtención de subvenciones oficiales, lo que dota de una capital importancia estratégica el camino de profundización en la limpieza de marca de sus productos, tanto de residuos de pesticidas como de cualquier residuo de racismo.
Señalaré algunos datos que ayuden a perfilar las dimensiones económicas del sector. Según datos de la Junta de Andalucía, en 1998 la provincia de Almería aportaba casi el 25 por ciento del valor de la producción agraria andaluza (unos 280 mil millones de pesetas): no es aventurado suponer que en las poco más de treinta mil hectáreas donde se concentran los invernaderos-, se puede estar obteniendo cerca de la quinta parte de una producción agraria regional en donde se computa el valor de los productos recolectados en las más de 4,5 millones de hectáreas cultivadas en Andalucía, de las que unas 800 mil son de regadío. Este impresionante emporio agrícola genera directa o indirectamente en torno al 40 por ciento del PIB provincial y es el responsable de la aparición en los últimos años de una potente industria auxiliar y de servicios en torno a la financiación, producción, preparación y comercialización de las producciones agrícolas, que, a decir de algunos, tiende a constituir un verdadero «cluster» agroindustrial que factura cantidades cada vez más importantes.
El «milagro económico almeriense» ha sido una expresión utilizada con profusión por muchos de los especialistas que en el último cuarto de siglo se han acercado por la provincia. La historia de este éxito económico, que ya va camino del medio siglo; se remonta a los años cincuenta, cuando el Instituto Nacional de Colonización iniciara las primeras inversiones para transformar el amplio erial que se extendía entre la Sierra de Gádor y el Mediterráneo, en un una nueva zona regable. A pesar de tratarse de un proyecto modesto, en los años sesenta, la colonización oficial y privada fue capaz de poner en valor un recurso hasta entonces inexplotado (el agua embalsada en ese pantano subterráneo y natural que es el acuífero del Poniente) mediante el empleo de la moderna tecnología de bombeo. A la llamada colonizadora acudieron centenares de pioneros desde las poblaciones montañosas cercanas de las Alpujarras granadina y almeriense. Junto con emigrantes retornados, estos colonos de los años sesenta y setenta que desertaron de emigrar a las zonas industriales de Barcelona y Europa, constituyeron el embrión de una nueva agricultura de carácter familiar, estructurada en explotaciones de una a dos hectáreas, de las que se obtenían varias cosechas de hortalizas al año, con el concurso casi exclusivo de la propia mano de obra familiar. Hasta mitad de la década de 1980, cuando ya la horticultura intensiva presentaba una historia de más de veinte años y cuando ya hacia mucho tiempo que se hablaba de la prodigiosa transformación, no empiezan a verse algunos inmigrantes por la comarca del antiguo Campo de Dalías.
Para entonces, en núcleos nuevos o en antiguas aldeas fulminantemente expandidas (como es el caso del mismo El Ejido) se concentraba una población pionera, cuya raíz estaba en el campesinado de montaña mediterránea, y que se caracterizaba por una extraordinaria capacidad de trabajo que le llevaba, como suele ocurrir en las agriculturas familiares, a un alto grado de autoexplotación. Porque el cultivo forzado, a pesar de incorporar una alto nivel de desarrollo tecnológico, resulta intensivo en mano de obra. Determinadas tareas, como la recolección y la plantación, requieren el empleo abundante de fuerza de trabajo, que, hasta los años ochenta fue aportada por el núcleo familiar con el recurso a determinados sistemas (tornapeón) de origen alpujarreño. Sin embargo, conforme pasó el tiempo y se aproximaba la última década del siglo XX, la situación del mercado de trabajo cambió. Los hijos de los pioneros comenzaron a trabajar fuera del invernadero, muchos en el complejo agroindustrial y de servicios auxiliares y financieros surgido alrededor; mientras que la escolarización a todos los niveles (con una proporción creciente de universitarios) alejaba a otros miembros del grupo familiar del invernadero.
Además, desde la entrada en la UE, las bonancibles perspectivas del mercado, junto con el intento de contrarrestar el estancamiento de los rendimientos con la ampliación de las superficies invernadas, había hecho que empezaran a darse la mano dos nuevas situaciones: una disponibilidad menor de la mano de obra familiar, de un lado, y un incremento del tamaño medio de las explotaciones (por encima de las 3 hectáreas), de otro. En estas circunstancias se produce la llegada de los primeros inmigrantes a la comarca del Poniente, bien avanzada la década de los ochenta. Desde entonces el crecimiento de las cifras estimadas para un flujo que no conocemos con precisión, ha sido explosivo: en 1988 se calculaba que vivían en la zona unos 1.000 extranjeros; en 1993 la cifra había subido hasta unos 3.000, y en 1998 se han computado unos 15.000. Si los legales se han triplicado cada cinco años, no se sabe qué decir respecto al ritmo de crecimiento de los «sin papeles».
Una estimación reciente adjudica al Poniente una cifra similar a la de los registrados, con lo que el colectivo podría ascender actualmente a unas 30.000 personas. Para retener un mínimo orden de magnitud de lo que supone esto, hay que detenerse en el dato de que esa cifra equivale a casi el 25 por ciento de la población total del la zona (unos 125 mil habitantes): a una distancia estratosférica de los porcentajes de población inmigrante que presentan las cifras españolas, donde según datos de Eurostat, se evalúa en un 0,7 por ciento, el número de extracomunitarios que viven en el país (menos de doscientas mil personas). Imaginen por un momento, que en los últimos cinco o diez años, se hubiera producido a escala española una avalancha como la del Poniente almeriense. ¿Cómo se las arreglaría el país con un 20 por ciento de inmigrantes -más de 7 millones de personas-, arribadas en un lapso temporal tan corto? ¿Qué grado de madurez social y política, qué nivel de desarrollo de nuestras infraestructuras sociales, qué cultura cívica haría falta para absorber un choque de esa magnitud?
Pero es que además, este fenómeno, aparte de su tamaño, incorpora determinados rasgos relativos a la conformación sociocultural tanto de los autóctonos como de los inmigrantes, que ponían en una difícil prueba el compromiso por la integración. En esta película con final infausto (por ahora), nada favorecía un desenlace más risueño. Ni los protagonistas, ni el escenario escogido para rodar. De un lado, los inmigrantes, de los que casi el 40 por ciento se encuentran en situación irregular; africanos en su mayor parte, con una mayoría magrebí (casi el 60 por ciento); compuesta por varones jóvenes que deambulan durante las paradas de la actividad agrícola por las carreteras y pistas de tierra que atraviesan el océano de plástico. Que ocupan, en casi la mitad del colectivo, viviendas de pésimas condiciones, acogidos con desconfianza en los núcleos de población, desparramados por el Campo en su mayor parte.
A vista de pájaro, salvo el hormigueo de estos miles de africanos, apenas nada ha cambiado en la infraestructura de la comarca en los últimos años: los mismos caminos, los mismos cortijos y almacenes, mientras que se agravaba la carencia de infraestructuras que permitieran la recepción de esta improvisada masa. En este panorama cundió una sensación objetiva y subjetiva de inseguridad. El huevo de la desconfianza y el rencor comenzó a incubarse en este ambiente de vulnerabilidad y desamparo. Aunque la mayoría de los antiguos agricultores (convertidos en pequeños empresarios agrícolas empleadores de uno o dos inmigrantes de promedio, en sus invernaderos) ajustaban los salarios a lo estipulado en el convenio, la disponibilidad creciente de mano de obra ilegal, en el contexto de las malas campañas de los dos últimos años, favorecía la aparición de algunos episodios de sobreexplotación.
La comarca entera, carente todavía del espesor histórico imprescindible para articularse socialmente, se veía enfrentada a una prueba difícil de superar en cualquier entorno y, en estas circunstancias, los incidentes dentro de colectivo de inmigrantes (argelinos, marroquíes, negros subsaharianos, lituanos, rumanos) y con la población autóctona (asaltos, riñas, hurtos en los invernaderos y almacenes) se agravaban cada día. En este panorama se ha producido el estallido que todos ustedes conocen.
Me gustaría terminar en un tono algo menos melancólico. Con el relato que antecede da la impresión de que el episodio violento ha podido ser una especie de cataclismo natural, algo ineluctable dadas las condiciones que he sumariamente descrito. Pero hay algunas cuestiones que conviene poner de relieve en esta reflexión y que deben ayudarnos a afrontar el problema a partir de ahora.
En primer lugar, debemos conocer con precisión las dimensiones del mismo. Se desconoce el número total de inmigrantes, así como las necesidades de la agricultura intensiva de la provincia. Sabemos que la Administración ha sido muy cicatera en la fijación del contingente anual, muy por debajo de las demandas de los empresarios. En segundo lugar, la imprevisión de todas las administraciones ha resultado clamorosa. En este asunto la mano invisible del mercado ha funcionado como una verdadera «manaza» que ha complicado enormemente la convivencia en la comarca. Hay que regular el flujo, dotar de la infraestructura suficiente de acogida a los que llegan y mejorar la seguridad ciudadana. En tercer lugar, los líderes políticos y algunos de los sociales de la zona no han estado a la altura requerida en los últimos tiempos.
Me parece una torpeza y una injusticia la campaña denigratoria contra las ONG Almería Acoge o la Asociación de Trabajadores Inmigrantes. Lo segundo no requiere muchas explicaciones. La torpeza deriva de la constatación de que en el futuro inmediato el avance en la integración pasa también por la existencia de mediadores e interlocutores solventes en cada una de las partes. En este sentido tanto estas organizaciones, como los representantes empresariales del sector y los sindicales, deberán asumir un protagonismo decisivo. El objetivo inmediato es la pacificación y la normalización, que deben basarse en la seguridad y la justicia. Las medidas que favorezcan la integración (educativas, formativas, construcción de viviendas, etc.) surtirán efecto, en todo caso, a medio y largo plazo. Mientras tanto, habrá que conducirse, con el compromiso de las administraciones, con grandes dosis de pericia, inteligencia y buena voluntad.
Este texto fue redactado en los días del conflicto desatado en el Poniente almeriense en febrero del año pasado. Una versión algo reducida del mismo fue publicada por «El Periódico de Catalunya» el 13 de febrero de 2000.