Leopardi escribió la mayoría de sus célebres Canti en Recanati, una pequeña ciudad italiana de Las Marcas. Fue ese el lugar donde transcurrieron los primeros años de su vida y su juventud, pero también el escenario derrotado de sus continuos regresos a la casa paterna, motivados por la enfermedad o los problemas económicos. Allí, sin embargo, desde un solitario collado próximo a la hacienda familiar, creyó atisbar el infinito como alternativo rostro de la nada.
Rimbaud, que quería ser absolutamente moderno, imaginó en Le bateau ivre el vértigo de todos los viajes sin haber visto nunca el mar, ese otro infinito que intuyó tras sus lecturas en una modesta biblioteca pública de Charleville, donde consumía las horas aguardando impaciente la definitiva huida hacia París. Supongo que cuesta imaginar a aquel aventajado alumno de instituto que fue Rimbaud obteniendo diploma y flor natural entre el aplauso de sus pacíficos y complacidos conciudadanos, al tiempo que ataca inmprovisados compases una banda municipal y espesa. Pero ni Leopardi ni Rimbaud son poetas de provincia, tan sólo escribieron en ella, y desde allí trascendieron todas las geografías y previsiones temporales que los alejan precisamente de lo provinciano.
¿En qué consiste, entonces, una literatura de provincias? Sin duda en algo más que ese paisaje de Calle Mayor con Ateneos, Círculos de Casino y vates y poetisas cursis (sobre todo «poetisas», que ya sólo existen en provincias). El paso del tiempo ha ido deshojando aquella consabida flor natural para dejar paso a los certámenes y subvenciones de las Diputaciones Provinciales y Cajas de Ahorros, pero lo cursi poético siempre tendrá su rincón en lo provinciano, doblemente cursi cuando se toma muy en serio y en esa solemnidad moja su pluma tanto licenciado vidriera.
Aunque existe otra poesía de provincias que prefiero y a la que necesariamente acabo por volver. Entre otras cosas porque en ella me intriga el latir de un tiempo destartalado y sombrío que apenas reconozco, un spleen provinciano de tediosas tardes de domingo, paseos con alamedas y quioscos de música. Quiero decir, una literatura de tono menor que hace de lo cursi una recreación sentimental y nostálgica que consigue afectarnos, que nos acompaña en versos donde la campana de la Audiencia, por ejemplo, da la una y un sol de oro tiembla en los rincones de una plaza con acacias empolvadas. Pienso acaso en las tribulaciones de un humilde profesor rural exiliado en Soria, Baeza o Segovia, o de un taciturno médico en su ir y venir por las calles también taciturnas de Lugo discurriendo la fragilidad de lo que el tiempo se lleva. Y junto a estos, en otros muchos como Francis Jammes, Fernando Fortún, Azorín…, autores surgidos después de la modernidad y del fracaso de todos sus escenarios y metáforas uniformadoras. No se trata de un menosprecio de corte y alabanza de aldea, sino de una opción estética por algo que a estas alturas se me revela tan cordial como exótico.