La bisoñez, los sueños, los mitos artísticos y sexuales, la soberbia y la timidez. Es posible que los atributos que adornaban una educación provinciana sean ya cosa de otro tiempo más lírico. Un tiempo anterior a la cultura de masas y la pornografía. La provincia fue el territorio del aprendizaje, el lugar de los primeros maestros, y es posible que el aprendizaje y los maestros estén en vías de extinción, de forma que el provinciano de hoy corre el riesgo de ser provinciano al cuadrado.
Al tiempo que en la ciudad de provincias se aprendía a mirar el mundo, Madrid, la gran ciudad, podía llegar a ser el más provinciano de los lugares: ciudad panhispánica y localista donde morían todas las oleadas provincianas. El rincón soriano, la casa de Granada o la hermandad orensana tuvieron sus días de gloria junto a los restaurantes folclóricos en los que el paleto podía sentirse como en casa. El gran reto del joven de provincias era conquistar la ciudad, vencerla, ponerla a sus pies. Y ese afán provinciano solía no tener límites: el que conquista una ciudad no queda satisfecho. El provinciano se imponía retos cada vez más difíciles, ciudades sin descanso y de difícil carácter: Berlín, París, Nueva York.
Dice Borges que la poesía rural argentina, la poesía de los gauchos, es obra de artistas bonaerenses fascinados por la vida de esos héroes románticos de la Pampa. Un verdadero gaucho, un hombre de campo hubiera intentado disimular su origen con adornos o ultracorrecciones en el lenguaje. Parecidas razones me han hecho pensar siempre que el gran himno del provinciano es New York, New York en la voz de Frank Sinatra. Hay otras canciones de Sinatra, como My kind of town, Chicago o L. A. is my lady que alimentan ese entrañable espíritu provinciano, pero ninguna llega al momento sublime del verso «If you can make it there, you can make it anywhere», o sea, que si puedes hacerlo allí, en Nueva York, podrás hacerlo en cualquier sitio.
Lo que llaman la «globalización» del mundo afecta de manera decisiva en las etapas de formación del individuo. Desde una perspectiva optimista hoy vivimos en un mundo global, el mismo para alguien de Albacete o de Southampton, y eso puede parecerse al sueño de algunas utopías renacentistas. Pero desde una perspectiva pesimista el mundo global, el modelo de cosmopolitismo comunicativo, produce provincianos más profundos, menos inquietos por mejorarse. Son los catetos modernos punto com, más contentos con lo que son, con menos referentes míticos, menos apasionados y, por tanto, esquivos a esa etapa necesaria que se llamaba formación o aprendizaje. El joven de la provincia global creyendo haber visto todo puede no haber visto nada. El joven de provincias creía no haber visto nada y la dimensión de su límite era del mismo tamaño que su horizonte.
Los políticos, economistas y sociólogos del medio mundo rico celebran, desde los años ochenta, el advenimiento de un nuevo cosmopolitismo al que llaman «aldea global» (global village). En principio, y por rango, parece que hemos descendido: de la provincia a la aldea, de la búsqueda de estímulos exteriores a no tener que moverse de la loseta para poder ser. Esta aldea tiene un campanario virtual y la información predominante es el chismorreo, la absoluta ausencia de discreción, como en los peores días de una esquina provinciana.
De la experiencia de la ciudad como aula, tomando el título de uno de los últimos trabajos del teórico de la comunicación Marshall McLuhan (City as Classroom), hemos llegado a la experiencia de la ciudad como conventillo, supermercado o sala de fiestas. Y quizás con la provincia global, con la llegada de los provincianos al cuadrado, hemos perdido el estímulo de superar lo cercano. De forma que uno de los arbitrarios epígrafes que Stendhal incluyó en Rojo y Negro podría quedar hoy desmentido: «En París hay personas elegantes, en provincias puede haber personas de carácter»