Editorial Hijos de Muley Rubio

El rescate de Colombine

logocordel1J.J. Armas Marcelo.

La primera vez que supe de Colombine fue en los alrededores de Tomás Morales, en Agaete, en un huerto lleno de flores, pitangos, cafetales, güiros, aromas del Caribe en Gran Canaria y recuerdos líricos, donde el poeta de «Las Rosas de Hércules» y del sonoro Atlántico se refugió en los años finales de su vida, tras regresar de Madrid. Todavía era muy joven Morales cuando se topó con la muerte sorpresiva, y cada vez que se hablaba del poeta en mi entorno familiar, que en bastante medida era el suyo, a mis oídos y hasta mi curiosidad de adolescente se trepaba, además de algunos pormenores de la tragedia, un enigmático nombre de mujer: Colombine. 
Después Colombine tuvo para mí su verdadero nombre, Carmen de Burgos, pionera, atrevida y altiva de cuanto vino despues -la liberación de la mujer- y, en cierta medida, la memoria pasional y femenina de algunos nombres grandes que hicieron en aquellos años la literatura y el periodismo español. Uno: Ramón Gómez de la Serna. Otro: Benito Pérez Galdós. Mas allá: Ruben Darío, y mas acá Gómez Carrillo, Cansinos, Morales o Salvador Rueda. Pero Colombine, Carmen de Burgos, a pesar de los estudios y las citas, seguía siendo un nombre lleno de fuerza, de incógnitas y rincones escondidos y clandestinos, muy propios para inventar una heroína de novela erótica con nombre de mujer y memoria histórica.
De vez en vez, alguien, intelectual, escritor, charlatan o sabio, lo mismo da aunque a veces no da lo mismo, citaba, nombraba y hablaba de Colombine con la insólita cercanía que raya en irreverencia o devoción. Y, a pesar de todo, el nombre de Colombine se escapaba insistente y tenaz entre cientos de árboles llenos de citas y anécdotas que no dejaban ver el bosque inmensamente literario, periodístico y libertario -bien que a su modo de entender el mundo y de vivir siempre el presente como si fuera el futuro- que llevaba encerrado en su nombre la misma Colombine.
De manera que al margen de las bibliografías y los estudios selectos, académicos y universitarios, el libro de Federico Utrera titulado Memorias de Colombine. La primera periodista no sólo es un hallazgo que nos desnuda y descubre sensualmente la múltiple, atrevida y riquísima personalidad de Carmen de Burgos, Colombine, sino que rescata a la periodista principal de su momento y época para que las lectoras (seguro que esta osadía de Utrera tendrá miles) y los lectores puedan conocerla y convertir el libro en un fetiche de leer, y a Colombine en la suerte de diosa que llegó a ser para los mejores de sus amigos, tras ser recuperada hoy gracias a otra impertinente osadía: la creación de HMR Editores, que nació con este ensayo novelado en primera persona y que, respire mucho o muera en poco tiempo entre tantos monstruos prestigiosos de nuestra industria editora, pasará a la Historia con el nombre de Colombine.
Confieso que, a pesar de la documentación, las fichas técnicas, las explicaciones y las matizaciones de Utrera sobre cada episodio de la vida, la pasión y la muerte de Colombine, su texto sobre Carmen de Burgos lleva regusto a leyenda, a relato de aventuras entrecortadas, a novela de amor (de amores tumultuosos, simultáneos, secretos y sucesivos) en un tiempo muchas veces sórdido y otras tantas relegado al olvido. Por eso me parece que Utrera tiene razón cuando afirma que Colombine llegó a poseerlo tanto mientras «la» escribía que su propia mujer estuvo a punto de divorciarse de él. Porque tanta fue la pasión loca y el tiempo extravagante que Utrera le dedicó a la vida de Colombine que su propia mujer lo hizo reo de infidelidad, sospechosa latitud imaginaria en la que se encuentra todavía sin que (según confiesa de viva voz) tenga ya muchas esperanzas de salir indemne.

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