Juan Goytisolo
(Presentación en Barcelona)
En el acto, uno de los presentadores leyó el siguiente poema de Mario Benedetti, aunque posteriormente Juan Goytisolo nos explicó que se había alejado del poeta uruguayo a raíz de su solidaridad con la persecución del régimen de Fidel Castro hacia el poeta Heberto Padilla:
Juan Goytisolo lo escribió una vez
y me dejó un semestre hablando solo
hay una paradoja en esta época
(y no es de las menores)
que nosotros artistas
peleemos por un mundo
que acaso nos resulte inhabitable
tiene razón
la paradoja existe
sin embargo
éste es el mundo por el que peleamos
y a mí no me resulta
inhabitable
falta saber
si es excepción
o regla
que alguien lo aclare
a más tardar
mañana
mientras tanto
y por suerte
yo respiro.
Contra los puentes levadizos. (1965-1966)
HABANERA
* * *
(No hablo aquí porque no lo soy, ni como un sociólogo, ni un político ni un economista sino que mi presencia es como escritor y hombre de la cultura»
Cuando en octubre de 1956 tomé el tren con destino a París en la barcelonesa estación de Francia sabía que era un punto de partida de un viaje sin retorno. Había decidido abandonar un país en donde todo me era negado. La libertad de pensar, de escribir, de publicar, de rebelarme contra el régimen y su iglesia. Quería ser lo que luego fuí: un escritor no sometido a censuras ni trabas a su esfuerzo en crear una obra personal cuyo contenido ignoraba. Si mi exilio era político, cultural y social, alentado por el ejemplo de un gran poeta, Josep Palau Fabra, a quien conocí tres años antes en mi primera escapada a París, el de quienes se hacinaban en los compartimentos de mi vagón reflejaba una realidad muy distinta.
Corría el año de la helada que arruinó la cosecha de la naranja en la región valenciana y centenares de braceros partían con las manos vacías a Francia en busca de pan y trabajo. El régimen franquista había abierto la mano para quienes pedían emigrar a fin de rebajar las tensiones sociales producto del paro, y las economías de Francia, Alemania, Suiza y el Benelux acogían con los brazos abiertos aquella mano de obra sumisa y barata. Contrariamente a lo que ocurre hoy, mientras los Gobiernos imponían severas restricciones a la circulación del dinero y de las mercancías, la de las personas era relativamente fluída. Por espacio de casi una década, dos millones de emigrantes españoles se establecieron en lo que el secretario de Defensa norteamericano llama hoy «la vieja Europa» y contribuyeron con sus esfuerzos a la prosperidad de su economía. Allí, aprendieron a vivir en sistemas políticos democráticos, con sindicatos y partidos, y esta experiencia contribuyó sin duda al cambio de mentalidad operado en la España de los sesenta, que permitió más tarde el rápido derrumbe del régimen a la muerte del dictador.
Pero vuelvo al otoño de 1956. Durante el viaje a París, había dado mis señas a algunos de los emigrantes, y en las semanas que siguieron a su instalación en los barracones de las obras de construcción en las que trabajaban, comencé a recibir sus visitas los domingos y días festivos. Por esta misma época, mi compañera, la escritora Monique Lange, había traído a casa a una mujer de mediana edad, también valenciana, para ayudarla en el hogar y en el cuidado de su hijo. Era de Beniarjó, en la región de Gandía, y con esa solidaridad de los expatriados del mismo lugar, solicitó nuestra ayuda para encontrar empleo a sus familiares y conocidas. Gracias a las relaciones de Monique con el mundo editorial, colocó a muchas de ellas en el domicilio de escritores y universitarios, a veces muy conocidos. Nuestra casa se convirtió así en una especie de agencia gratuita de empleo para las que las damas francesas de entonces llamaban condescendientemente «las conchitas». Agotado el filón de nuestras amistades, tuvimos que recurrir a las ofertas de empleo publicadas en Le Figaró. Las amas de casa querían saber el nivel educativo de las candidatas, su conocimiento del francés, sus costumbres y sus gustos culinarios. También si tenían marido, si eran ruidosas, si abusaban del aceite de oliva, y un sinfín de cosas más. Unos años después, se publicó un manual tanto para las sirvientas españolas recién llegadas a Francia, como para sus amas no adiestradas en el manejo del léxico doméstico en nuestra lengua, manual destinado a facilitar «el buen funcionamiento de su relación laboral». El título, si mal no recuerdo, Guide bilingue ménager, con el dibujo de una «conchita» con delantal y cofia. Sobre este tema, escribí recientemente el artículo «Españolas en París, moritas en Madrid» y a él me remito. El paralelo de situaciones entre el París de los cincuenta y el Madrid de los noventa, no podía ser más elocuente. La reiteración de los estereotipos y el desprecio evocado, pero desprecio, a los inmigrantes, eran idénticos.
Y vuelvo aún al otoño de 1956. Nuestro apartamento de la Rue Poissonniere, fue durante unos meses el punto de cita de las empleadas del hogar (les bonnes, como las llamaban y llaman aún en Francia) de la región valenciana, de los exiliados económicos que conocí en el tren y el de sus amigos. El piso parecía un autobús y Monique anotó un día en su agenda: «una paella para 26 personas». Sin deternerme ahora en un anecdotario sabrosísimo sobre las intimidades de conocidos miembros de la inteligencia parisiense divulgadas por sus asistentas, el contacto con los emigrantes económicos me inspiró la idea de trazar una serie de biografías sobre su vida en España y las razones de su exilio. Sin apartarme de mi trabajo literario como consejero editorial de Gallimard, elaboré una pequeña antología que fue publicada en la revista del exilio «Tribuna Socialista» con el título de «Testimonio de Trabajadores Inmigrados», antología reimpresa hace unos meses en el libro «España y sus Ejidos».
Mi preocupación por el tema viene así de lejos. Por espacio de cuatro décadas, entrecortadas por mis viajes y estancias regulares en Nueva York y el Magreb, viví en el barrio parisiense del Santier, un microcosmos que transformé literariamente en una personalísima cosmovisión e incluso cosmogonía. Habitado mayoritariamente por judíos y armenios, dueños de sus famosos talleres de confección, recibió al hilo de las vicisitudes políticas y económicas, nuevos aluviones de inmigrantes que se superponían sin mezclarse como estratos geológicos de un abigarrado paisaje humano y cultural: los españoles de los cincuenta, los pied noirs, fugitivos de la independencia de Argelia en 1962, los yugoslavos, unos pocos años más tarde. Los cambios eran rápidos. Los portugueses reemplazaron paulatinamente a nuestros compatriotas y tras el golpe militar de 1980, el Santier, a caballo entre los distritos segundo y décimo de la capital francesa, se convirtió en un barrio turco. Centenares de izquierdistas, con una vastísima gama de referentes ideológicos, y de kurdos oprimidos por el nuevo régimen, se asentaron en los inmuebles insalubres y talleres de confección. Cubrieron las paredes de las casas con consignas y carteles de propaganda, hasta el punto de que un día, en uno de mis inveterados paseos de rompesuelas, me sentí por primera vez extraño en aquel microcosmos y tomé una decisión: aprender el turco.
Gracias a mi amistad con un poeta exiliado, entré en contacto con una asociación de trabajadores de orientación marxista-leninista pro-albanesa cercana a mi domicilio, a la que acudí regularmente a tomar clases de idiomas por espacio de cuatro años. En lugar de ser yo el profesor, como ocurría en las universidades norteamericanas, me convertí en el receptor de las lecciones preparadas por un grupo de veinteañeros. Inútil decir que este cambio de estatus me encantó y rejuveneció. Dejando aparte el tema del régimen comunista albanés cuya absoluta perfección política no se podía poner en duda, hablaban de él con la misma convicción con que un católico defiende el dogma de la inmaculada concepción de la Virgen María, su frecuentación fue muy provechosa: me permitió viajar a su país con un aceptable conocimiento del idioma y descifrar en París las consignas y carteles que ornaban las paredes del barrio. Recuerdo ahora una que me paralizó: «Viva la lucha revolucionaria de las masas peruanas». ¿A quién diablos iría destinado aquel mensaje escrito en una calleja de París? Pero en el Santier de hace veinte años era posible encontrar de todo, como en El Corte Inglés de nuestros días. La creatividad de su microcosmos no tenía límites.
Poco después de la llegada de los turcos aparecieron los hindúes y paquistaneses. Venían a ofrecerse como mozos de cuerda para los talleres de confección que aguardaban en los aledaños de la Place Du Caire, como los braceros o peones agrícolas en los pueblos de Andalucía, en la época de mis viajes al Sur de España. Hasta entonces, descifraba las pintadas en caracteres árabes. Una de ellas, trazada en la tapia contigua a la comisaría de policía del distrito (comisaría que tenía muy mala fama) rezaba en árabe: «Policías, sucios racistas». Y a nadie se le ocurrió la idea de borrarla, ni a los magrebíes ni a ellos. Me sentía así poseedor de un secreto que los demás habitantes del barrio ignoraban. Pero ese pequeño orgullo de estar en el ajo se desvaneció un buen día: algunas pintadas con caracteres árabes no estaban escritas en esta lengua sino en ……(gurudú). ¿Debía aprenderlo también? La idea me tentó, pero desistí ante la llegada de nuevos inmigrantes de Sri Lanka y Bangladesh. El ballet lingüístico del Sentier había podido conmigo.
Renunciando al dominio de nuevas lenguas, me concentré en la domesticación del espacio, en la prodigiosa facultad de viajar sin moverme de barrio. Ir a un restaurante chino o camboyano, cortarme el pelo en una peluquería paquistanesa, tomar té en un café turco, pasar de India a Anatolia, de Karatchi a Bombay, zigzagueando en los pasajes cubiertos que inspiraron la musa de Baudelaire y de Walter Benjamin, habitados ahora por inmigrantes venidos de Africa o el subcontinente asiático. Dichos paseos, contribuirían a apreciar la riqueza y diversidad del mundo: los idiomas, costumbres, creencias, hábitos culinarios…
Este país, descrito en mi novela «Paisajes despues de la batalla», no tenía nada que ver con el de los admiradores de sus monumentos y barrios burgueses, intelectuales y bohemios. Era visto desde la perspectiva desestabilizadora del cambio, del mundo mezclado que se impondrá en nuestras urbes mucho más pronto de lo que imaginamos. Quiero subrayar que en aquel crisol de culturas y nacionalidades (el barrio parisino del «Sentier») la coexistencia fue siempre pacífica: judíos y arabes, turcos y armenios, pakistaneses e hindúes, tamiles y cingaleses, aunque enfrentados historicamente, conviven sin tensiones bajo las leyes laicas de la república. Solo ahora, cuando la especulación inmobiliaria tiende a expulsar a los metecos a los barrios de las afueras, los habitantes de las ciudades dormitorio se refugian en sus valores identitarios y miran la urbe en la que crecieron de forma distinta. El guetto es lo contrario del microcosmos y se convierte en una realidad conflictiva.
Confieso que a mi llegada a España tras la muerte de Franco, acostumbrado como estaba a la diversidad de mi querencia parisiense y a la experiencia urbana en Nueva York, en donde casi todo el mundo procede de otros lugares, a menudo remotos, el caracter homogeneo y compacto de las ciudades me resultaba desaborido y extraño. España, país secular de emigración, no conocía aún la llegada masiva de inmigrantes de los últimos años. No obstante su posición geográfica respecto a Africa e Iberoamerica, sus grandes transformaciones sociales y económicas hubieran debido alertar a la clase política surgida o improvisada en la transición de la inminencia del cambio. Durante años, traté de hacerlo en los artículos de prensa recogidos hoy en el libro «España y sus Ejidos». España pasaba de ser un país de inmigrantes a un foco atractivo para la inmigración sin el almohadillado de una cultura democrática ni de una asimilación gradual, por parte de aquellos, de su nueva riqueza y bienestar.
El Gobierno socialista no supo prevenir las nuevas realidades de la mundialización y en vez de una ley de integración de la mano de obra requerida por la industria, la agricultura y un sector de servicios en constante expansión, parió una ley de extranjería a un tiempo injusta e inaplicable y cuyos efectos colean aún. Con el PP, las cosas se han agravado. Los cambios sucesivos de la ley, en un sentido restrictivo, han tenido el efecto contrario: multiplicar el número de inmigrantes indocumentados, en lugar de fomentar una regulación de la inmigración en función de las necesidades laborales en los países de donde provienen: Marruecos, Ecuador, Africa subsahariana, Colombia, etc… La dimisión de Manuel Pimentel, el digno ministro de Trabajo del PP, puso de relieve el completo fracaso del Gobierno de Aznar tocante al tema y respondía al vergonzoso silencio oficial respecto a los disturbios racistas de El Ejido.
Ni el blindaje de las fronteras de Ceuta y Melilla, tan semejantes a otros muros como los del régimen comunista de la República Democrática Alemana y el que erige actualmente Sharon en los territorios ocupados de Palestina, ni la panoplia de medidas disuasorias actualmente en marcha, detendrán la inmigración de magrebíes, subsaharianos y asiáticos en su sueño de alcanzar el supuesto Eldorado europeo. La naturaleza tiene horror al vacío. Los puestos de trabajo no ocupados por los españoles lo serán por los que acuden a la Península empujados por el hambre y por su instinto de vida. Este es el gran reto al que nos enfrentamos y de su resolución depende en gran medida el futuro de nuestras sociedades: integración bien planificada y no extranjería. Resulta indecente calificar de «ilegales» a los seres humanos, como veo escrito en la prensa. Los inmigrantes, venidos a Cataluña, serán tarde o temprano tan catalanes como los antiguos xarnegos. En una de mis recientes estancias en Barcelona, jugaban junto a mi mesa en un café de la plaza real y le oí decir a uno «¡vete a la merda!» con una contundencia que me llenó de arrobo. El número de nuevos catalanes, de nuevos españoles aumentará inexorablemente de año en año y debemos hacer todo lo humanamente posible para facilitar su inserción en el mercado de trabajo y en el marco de nuestras leyes.
La iniciativa de la Generalitat de abrir dos oficinas de orientación y asesoría para los candidatos a la inmigración, en función de las necesidades laborales de Cataluña, en lugar de ser acogida con recelo y hostilidad por el Gobierno de Aznar, debería marcar la pauta a una política responsable del Estado español en la materia, pues la actual no sólo fomenta la inmigración ilegal organizada ya por mafias internacionales (los dos centenares de chinos que aguardaban el pasado verano en Tánger la ocasión de dar el salto no habían llegado allí a pie) sino que favorece el trabajo clandestino de quienes se hayan en situación irregular. En el mundo actual en el que circulan sin trabas los capitales y bienes pero no las personas, las grandes empresas desplazan sus talleres y fábricas a los países piadosamente llamados «en vías de desarrollo» para lucrarse de un trabajo barato y sin protección social alguna, pero las que no disponen de dicha posibilidad por tratarse de empresas pequeñas o medianas, o las constructoras, obligadas a operar «in situ», recurren al empleo clandestino a fin de mantener su competitividad en el cruel dios mercado. La mundialización acentúa las diferencias entre países pobres y ricos y excluye de sus beneficios a países enteros e incluso continentes enteros, como es el caso de Africa.
Voy a abordar aquí un tema crucial y político: el del creciente número de inmigrantes de países musulmanes, especialmente del Magreb y Paquistán. El asunto para mí no es nuevo. Repite con ligeras variantes las controversias desatadas en Francia hace 20 años por Le Pen y el llamado Frente Nacional. En sus soflamas patrióticas contra los magrebíes y subsaharianos, el líder de la ultraderecha francesa, admirador de Franco, Mussolini y Petain, contraponía estos grupos, tildados por él de «extraños» e «inasimilables», a los buenos inmigrantes de antaño, esto es, los italianos, españoles y portugueses «afines a las esencias nacionales y religiosas francesas».
Mas para cualquier conocedor de la historia de la primera mitad del siglo XX, dicha apreciación contradice del todo la verdad: españoles e italianos eran, según los demagogos de entonces, «gregarios y ruidosos», el olor de sus cocinas ofendía el fino olfato de los autóctonos. Más aún, ponían en peligro con sus hábitos y costumbres primitivos la identidad nacional. Algunos periódicos evocaban con nostalgia a los «buenos inmigrantes» de finales del XIX, en su mayoría suizos y belgas. «Esos sí que eran buenos». Recuerdo que un investigador tuvo la feliz idea de consultar la prensa de hace 100 años y descubrió con gran regocijo que también suizos y belgas eran vistos con anteojeras y adolecían de los mismos defectos que se achacan hoy a los marroquíes y nigerianos. (plesachans, please la venjoures).
Pero dejemos de lado la letra de esta canción patriotera y xenófoba y centrémonos en el Islam. No cabe la menor duda de que en la casi totalidad de países musulmanes medran dictaduras y teocracias que no pueden servirnos en ningún caso de modelo político. Perro conviene no olvidar que una gran parte de la responsabilidad de tal situación incumbe a las potencias coloniales, europeas primero, de Estados Unidos después. Nosotros les invadimos, pactamos con los poderes opresivos locales y después de su independencia, apoyamos a los dictadores y tiranos favorables a nuestros intereses. Ello no exime, claro está, a los musulmanes de su parte de responsabilidad en la opresiva y a menudo dramática situación en la que viven. Mas sería injusto dedecir de ello la incompatibilidad del Islam y la democracia: unas élites intelectuales arabes, turcas e iranias luchan desde hace más de un siglo por la libertad de expresión, los deerechos humanos y una adaptación de sus pueblos a los principios que rigen en una constitución democrática.
No obstante, ni las antiguas potencias coloniales ni Estados Unidos les han sostenido jamás. Pretender introducir la democracia a bombazos, como en la actual ocupación de Irak, es un puro dislate, como los hechos nos prueban a diario. Una mezcla de prepotencia, orgullo herido por el horror del 11 de septiembre, ignorancia de las causas subyacentes del conflicto en Oriente próximo, han conducido a una guerra de conquista que en vez de acabar con el terrorismo islamista, tiende a avivarlo y acentúa a diario sus efectos mortíferos. En esta época de amalgamos y deliberado confusionismo debemos esforzoarnos en esclarecer los términos que manejamos: los españoles sabemos distinguir por triste experiencia las diferencias existentes entre ser vasco, ser nacionalista y ser etarra, pero muchos confunden los términos de musulmán, islamista y supuesto mártir de Al Qaeda.
La inmensa oficina de propaganda al servicio del Pentágono y la Casa Blanca, con su apoyo incondicional a la política de apartheid de Sharon, propicia la amalgama entre estos términos e identifica de forma perversa al resistente palestino que lucha en su tierra contra ocupantes armados con ese nebuloso y polifacético «terrorismo internacional» del que hablan Bush y sus asesores, lo mismo que hace Putin respecto a las víctimas del genocidio ruso en Chechenia sin que nadie o casi nadie proteste. No confudamos las cosas y aprovechemos la presencia de un millón de musulmanes en nuestro suelo para favorecer la emergencia de un islam europeo, abierto a la modernidad, como el que ya existe en Bosnia tras los horrores de la limpieza étnica. El debate actualmente existente en Francia sobre el Islam respetuoso del cuadro laico y republicano, muetra la urgencia y gravedad de un tema que nos afecta a todos: España no puede permitirse el lujo de permanecer al margen de él. Pero el actual Gobierno del PP, con su hostilidad manifiesta a la inmigración marroquí, no contribuye precisamente a esta perspectiva integradora.
Las declaraciones de algunos portavoces del Gobierno, en el sentido de que conviene favorecer las inmigraciones «culturalmente afines» no aclara lo que se entiende por afinidad cultural: ¿la lengua? ¿la religión? ¿el pasado histórico? ¿una mezcla de todo ello? La palabra «religión» referida al islam y los musulmanes, es omitida por razones de corrección política y sustituída por «cultura» a secas. Ahora bien, como señalé recientemente en una intervención escrita en un coloquio organizado por la Fundación Tres Culturas, si seguimos al pie de la letra dicho razonamiento ¿Lituania o Bulgaria nos son culturalmente más afines que Marruecos? ¿Hay una historia común letono-española? ¿Convivieron en la Península durante diez siglos cristianos, españoles y polacos? ¿Fueron la Mezquita de Córdoba, la Giralda y la Alhambra obra de alarifes rumanos? ¿Hay en nuestra lengua miles de vocablos de origen eslovaco? ¿Huno en Toledo una escuela de traductores al checo?
Esta islamofobia, primero larvada, luego manifiesta a partir de los atentados del 11-S, no es privativa desde luego del actual Gobierno y de algunos sectores de la sociedad hispana. Los musulmanes de Granada, me dijo uno de ellos conocido por sus convicciones democráticas, vivimos bajo sospecha. La gente nos mira de otra manera. Las teorías de Huntington y Bernard Louis, ideólogos de los fundamentalistas del equipo presidencial norteamericano, y su versión light expuesta por Giovanni Sartori, han calado en la opinión pública occidental y alimentan el debate en curso. ¿Debe incluirse la mención de las raíces cristianas de los países de la Unión Europea, como sostienen el Papa, Berlusconi y Aznar o ésta debe fundarse, como parece más razonable, en principios puramente laicos y democráticos? La cuestión no es futil. La baza que se ventila en ella es la de si Europa debe constituirse como un club cristiano, cerrado por consiguiente a Turquía, pese a su constitución laica. En el marco de la Unión Europea, la religión debería ser un asunto privado de cada individuo. Éste la puede practicar libremente en su casa, en sus centros confesionales, y respetará fuera de ellos las leyes vigentes en el país de acogida. Ojalá nuestras ciudades del siglo XXI se conviertan en microcosmos como el del Santier y no en guettos que dificultan la integración y fomentan las identidades a la vez excluyentes y excluídas.
La adicción literaria, que ha vertebrado mi vida desde la adolescencia, se acompañó por las circunstancia de mi nomadismo, de una reflexión cívica y cultural respecto a nuestros vecinos de la orilla sur del mediterráneo, de Turquía a Marruecos, hasta convertirlas en dos vasos comunicantes. La una no existiría sin la otra. Quisiera citar para concluir, unas palabras de Manuel Azaña, último presidente de la República española, muerto en el exilio cuando estaba a punto de ser detenido y entregado a Franco, como el presidente de la Generalitat, Lluis Companys:
«La sensibilidad política, como yo la pongo, es rara. Se conquista a fuerza de ilustración, de generosidad y de experiencia; pero el ánimo generoso y humanizado es el punto más alto de la cultura personal, equivalente en el orden cívico a la santidad… No se pretende [al sostener esto] que el jurista, el biólogo, el filósofo, el poeta, prostituyan su trabajo profesional llevándolo a fines bastardos, extraños al puro objeto de su ciencia o arte. Se pretende que, especialistas a sus horas, sean hombres a todas».