El profesor Manuel Alvar, que recibió en su despacho de la Real Academia Española de la Lengua a CORDEL pocas semanas antes de su fallecimiento, realiza en este artículo -«De los jardines modernistas: ninfeas, nenúfares y nelumbos»- un recorrido histórico, de carácter lingüístico y literario, por el ámbito de la flora exótica que acabaría caracterizando a los modernistas. Partiendo de una anécdota apócrifa referida a Unamuno y a Francisco Villaespesa, el autor profundiza en estas materias desde una perspectiva original y desmitificadora. Sirvan estas líneas como homenaje al maestro de la filología y, del mismo modo, al poeta de La copa del rey de Thule.
Manuel Alvar
Un día, Juan Ramón Jiménez hablaba con Ricardo Gullón sobre poesía; llegados a un punto, el creador devanaba un hilo que le era muy querido:
«La gente retiene del modernismo los vicios: cisnes, princesas, nelumbos, el oropel de Versalles… Pero es absurdo juzgar una escuela por los disparates de los decadentes y los imitadores, que sólo aciertan a imitar lo fácil, los elementos viciosos que accidentalmente surgen en la creación de los grandes […] Insisto en considerar a Unamuno como el más grande de los modernistas, por lo teológico de su modernismo. Y en él no hay nelumbos».
El poeta ha visto bien: hay elementos viciosos que accidentalmente surgen y que son imitados. Bástenos con esto. Los tales elementos se delatan fácilmente en el vocabulario, y nos quedamos ahora con nelumbos. El modernismo tuvo sus debilidades por un mundo exótico en el que flores consideradas extrañas venían a crear un ambiente lleno de sugerencias. Allí, en el modernismo español, están las ninfeas, nenúfares, nelumbos de Rubén Darío, en el lago de los cisnes, bajo las estatuas. Se ha contado: paseaban juntos Unamuno y Villaespesa: «¿Qué flores son esas, don Miguel?» -«Los nenúfares de sus sonetos».
Pero las palabras tienen mágicas resonancias que dicen más que las existencias reales.
NENÚFAR
La palabra procede de la forma árabe naynûfar, consta en el Calila (mitad del siglo XII) y su empleo no ha presentado interrupción a lo largo de nuestra historia lingüística, aunque tendremos que hacer diversas observaciones. Así por ejemplo, la etimología debe remontarse al persa, del que la tomaron los árabes bajo la forma naylûfar o nilûfar, que debieron actuar para que se conformara el extremo nilofar, documentado -sólo- en Chirino ; por tanto, habrá que pensar en un árabe español nainûfar, única forma que puede dar nuestro nenúfar.
Así pues, ni la etimología de la palabra, ni su identificación, han planteado especiales problemas. Si acaso ciertas matizaciones de técnica diccionarista y poco más. Por ejemplo: la Real Academia acogió la voz en sus inventarios desde 1734:
«Planta que nace en las lagunas y estanques y nada encima del agua […] La flor es blanca y semejante al lirio, con unas hebras en medio como las del azafrán […] Hay otra especie que se diferencia en ser la raíz blanca y la flor amarilla. Una y otra la llaman también nymphea por criarse en las aguas con alusión a las nymphas».
Y en la de 1899 se redujo todo a unos escuetos, e imprescindibles, elementos: «Es común en España en las aguas de poca corriente y se cultiva en los estanques de los jardines».
Teniendo en cuenta lo que acabo de decir, podemos tener bastante seguridad en las equivalencias que los tratadistas hacen a una flor bien conocida; de ellas, se repite su correspondencia con la «nymphea arbor», según hace Nebrija y con él Laguna, Cristóbal Acosta o los botánicos modernos. En cuanto a las variedades, se señalan la blanca (Nymphea alba) y la amarilla (Nuphar luteum).
Médicos, botánicos y naturalistas conocieron los nenúfares y hablaron de su aprovechamiento, del mismo modo que nos habían contado las aplicaciones de sus heterónimas las ninfeas. Ya en la antigua Sevillana medicina de Juan de Aviñón , los nenúfares se empleaban con otros sahumerios para purificar el aire; Chirino, en Menor daño de la medicina los mezcla con aceite añejo para su conservación y los aplicaba como somníferos, mientras que Gordonio los creía eficaces para las dolencias de cabeza, si se mezclaban con aceite violado; además, en purgas los recomendaba el doctor López de Villalobos y para diversos usos Vigo, Jubera, Vélez de Arciniega o Fontecha . Posiblemente, el nombre no se asoció a ninguna apasionada dolencia, como ocurrió con las ninfeas, ni privó de placeres venéreos.
Cuanto vengo aduciendo, de una u otra manera nos habla de la vitalidad de la palabra nenúfar en español, sea en científicos antiguos o en venerables lexicógrafos; pero su presencia había comenzado en el siglo XIII, cuando en el Calila e Dimna se pudo leer bellamente: «Só en esto commo la abeja que se asienta en la flor del nenúfar, e págase della, e olvida la ora en que se debe bolar, e çierra sobre ella la flor, e muere. Ca se abre quando nasçe el sol, e se çierra quando se pone» . Desde el siglo XIII la palabra ha vivido con una presencia más o menos activa, pero, al parecer, nunca extinguida. Sin embargo, en el siglo XIX revivió su uso: Amós de Escalante, Rosalía de Castro, el guatemalteco Juan Diéguez, Julián del Casal . Pero fue en el modernismo cuando la palabra entró en el comercio activo de la lengua (Rodó, Herrera y Reissig, Valencia) y sirvió para caracterizar a un tipo de poetas; en la Crítica efímera, de Julio Casares (1919), se retrataba así al espécimen del género:»era, según el vulgo literario […], un ‘melenudo’ que hacía versos cojos y escribía nenúfar, lilial, glauco» (pág. 55); y Mariano de Cavia hablaría de los «jóvenes poetastros que con todos sus asfodelos, libélulas, nenúfares, gemas de aurora y gamas del ocaso, son sucesores directos de aquellos ingenios del hijo y el prolijo, del padre y el taladre».
Tras el modernismo, la palabra se afianzó y ha quedado como poetismo , bien que su uso pueda mostrar a veces un pique de ironía . Sin embargo, su uso en arqueología y su presencia en diccionarios de provincianismos son testimonio de una arraigo y de una difusión que superan los estrechos límites de una escuela literaria.
LOS CAMINOS DE ‘NENÚFAR’
La vieja documentación española de la voz creo que obliga a plantearse con rigor vaguedades que figuran en los diccionarios, porque no basta con decir que el italiano nenùfaro o nenùfero viene «dal lat. medv. nenufar che è dall´ar. ninufar», porque seguimos sin saber cómo pasó del árabe al latín medieval, por más que sí, el latín medieval conociera la voz: en provincias remotas, como las Islas Británicas, se usaron nenuphar (1250), ninufer (1414), nenupharinus ‘made of water-lily’ (1250), en sus textos latinos , aunque Du Cange no atestigüe el nombre de la flor en la baja latinidad.
Creo, pues, que deben asentarse dos hechos distintos: el origen y propagación de la voz nenúfar en las lenguas de occidente, y su empleo como término testimonial de los modernistas. En español la voz se usó desde el Calila, pero nuestro viejo texto la tomó de una forma árabe regional, pues de naylûfar o nilûfar no hubiera salido nenúfar, y es esta forma regional la que prestó su -n- al francés (en el propio siglo XIII) y al italiano (siglo XIV). Habida cuenta que el latín británico usó (también en el siglo XIII) formas derivadas del árabe regional, hay que inferir en una antigua difusión de la voz. El foco originario de la variante regional tuvo que ser la Península Ibérica, como sospecha Corominas, pues es el camino por donde se transmiten los arabismos hacia occidente.
Por tanto, en España habrá que pensar cuando hablemos de la forma del arabismo y de su ulterior difusión, pues en ella se dio el encuentro de las dos culturas, de ella procede un antiguo testimonio y una vitalidad de la palabra superior y mantenida durante siglos.
Ahora bien, otra cuestión es la del empleo modernista. Una cuidada lectura en dos poetas muy amados por los seguidores de la escuela (Banville y Verlaine ) aclara mucho las cosas. En un poema de 1844, el primero de ellos nos da una especie de espécimen para nuestros intereses:
Le nymphaea, l’iris, le nénufar mouvant,
Le bleu myosotis et la pervenche sombre
Penchent étiolés, ou meurent sous cette ombre.
Referencia que puede completarse con otra:
Les nénufars, dans la mare déserte,
Fleurissaient sur les eaux.
Pienso que las cosas han quedado claras: un arabismo español pasó a la literatura romance de la Península y su caminar empezó por una obra harto significativa, los cuentos orientales de Calila e Dimna. Después, y no podemos olvidar el prestigio de los médicos de Al-Andalus, la palabra migró hacia Europa, donde fue acogida en la literatura científica desde el siglo XIII. Allí, al margen de las hablas vivas, tuvo su lánguido vivir en francés, en italiano, en inglés. En España su fortuna también fue grande entre físicos, boticarios y naturalistas; pero en los diccionarios contó siempre desde que Nebrija la acogió. Así las cosas, probablemente los nenúfares españoles no hubieran gozado de gran prestigio literario si no hubiera sido por el modernismo, pues los poetas de nuestro siglo XIX no hubieran resucitarla de no haber contado con el prestigio de la literatura francesa. Y allí sí, en un par de calas, encontramos que los nenúfares habían conseguido acceder a poetas que fueron bien familiares a los nuestros y, gracias a ellos, el nombre de la flor se reimportó con un marchamo de prestigio literario. […]
SIGNIFICADO Y SIGNIFICANTES
Las ninfeáceas son plantas acuáticas que, a su belleza, unen un complejo simbolismo en religiones exóticas. No extraña que impresionaran a poetas y pintores. Pero la gran familia comprende tres subfamilias: las ninfeoideas, las nelumboideas y las camboideas; sólo las dos primeras han interesado a los poetas, que han podido hermanarlas en sus evocaciones. Un simple problema de nomenclatura afecta a ninfeas y nenúfares. Se trata de la misma flor cuyo nombre tiene motivaciones distintas. Dentro de la subfamilia botánica delas ninfeáceas hay otra planta, el loto, con variedades propias de Asia y Egipto. Así pues, ninfeas, nenúfares y lotos no se diferenciaban para los poetas más que por el nombre: su floración bellísima y exótica vino a ornamentar un tipo de literatura que nosotros llamamos modernista, que apenas hizo otra distinción entre las especies que la de cargar a cada una de estas palabras de los sentidos melódicos o intencionales con que el poeta las dotaba. Después aparecieron subsidiariamente los nelumbos, flores de la misma familia, pero de subfamilia distinta. No parece que intencionalmente se viera en ellos otra cosa que un nombre evocador: botánicamente, hay nelumbos blancos y amarillos, como los nenúfares o ninfeas; se les consideró como «una especie de loto», y todo vino a borrar unas diferencias técnicas harto escasas, pero que nada significaban ni para el poeta ni para quien no fuera un consumado especialista. Ninfeas, nenúfares, nelumbos y lotos quedaban, pues, hermanados en su significado: ‘plantas acuáticas, de bella presencia y propias de países exóticos’. Y en este momento se conforma un sentido literario del que no podemos prescindir si queremos entender qué significó este mundo extraño y, además, tan complejo.
EN DEFENSA DE LOS MODERNISTAS
He partido de un texto de Juan Ramón Jiménez en el que se justificaba lo que de apariencias externas se vio en el modernismo. Pero el gran poeta cargó en la cuenta de Rubén una sarta de bellas flores, ninfeas, nenúfares, nelumbos. Bajo la apariencia exótica de un jardín oriental, el vocabulario modernista que tantos rechazos habría de tener. No es aquí donde debo decir qué era verdadero y qué falso y qué vieron los contemporáneos para extrañar o ridiculizar a un determinado vocabulario. Porque mucho tiempo después del Rubén galante aún caían bohordos de censura sobre las flores extrañas. Pero, ¿esto era justo? ¿O, cuando menos, exacto? Porque tras leer miles y miles de páginas modernistas resulta que esas palabras apenas si cuentan algo. La pregunta podría formularse de otra manera, ¿por qué el ataque contra lo que apenas si contó? Más aún, y acepto mis descuidos de lectura, mis fatigas en la rebusca, nenúfares no aparecen en Villaespesa, por más que Unamuno los convirtiera en una categoría con que desdeñar a los modernistas. La anécdota, a la vista de la realidad, tiene todos los visos de ser falsa; porque aunque algún nenúfar se me haya escapado, no podremos creerlo caracterizador de un modo poético. Lo que ha ocurrido es que hubo en los modernistas un innegable exotismo que tenía muy poco de original, y en un mundo poblado de elementos fantásticos (princesas, lagos, cisnes, ensueños) las flores fueron un referente inmediato. Flores en mil poemas, pero, tantas y tantas veces, sin la concreción de su nombre, y eso que las ocasiones no faltaron. Fue suficiente que ninfea se usara en un poema de Julián del Casal, que nenúfar apareciera, sí, en muchos modernistas y se olvidaran que también era voz romántica y postromántica, que nelumbo tuviera una fugacísima aparición en Rubén Darío para que las tres flores fueran un testimonio de escuela, cuando tan poco la usaron los poetas de la escuela.
RESUMEN Y CONCLUSIONES
Ninfea ‘flor acuática’, es palabra conocida en español desde la traducción de Plinio hecha antes de 1624 por Jerónimo de Huerta, el nombre siguió con vitalidad entre los botánicos y de ellos pudieron tomarlo los poetas decadentes. Sin embargo, de no haber sido por el prestigio dela poesía francesa, probablemente la resurrección de la palabra o, al menos, su incorporación como término poético dudo que hubiera podido producirse: en nuestra poesía Ninfeas fue el título de un libro de Juan Ramón (1900), enriquecido con un bello soneto de Rubén, pero Juan Ramón no inventó nada; el título se lo brindó Valle-Inclán que debió leerlo en Julián del Casal o en algún poeta francés. Como he dicho en otra parte, las Nymphées de Monet no pudieron condicionar a nuestro modernismo.
A pesar de su tradición científica, ninfeas no fue palabra que tuviera cabida en el léxico común o literario; contra su difusión estaba una serie no escasa de términos populares y otro (nenúfar), bellamente evocador, que tenía una larga tradición literaria. Pero nenúfar tampoco afectó mucho a una lengua más o menos generalizada. Pero, frente a ninfea, nenúfar se sintió como palabra más arraigada y, en efecto, desde 1734, el diccionario académico define ésta y a ella refiere ninfea, y los botánicos la consideran como término más conocido. Pero si ninfea fue una voz salvada del olvido gracias a una imitación francesa, otro tanto cabría decir de los nenúfares, por más que éstos contaran con su viejísima documentación en el Calila e Dimna, con un uso tenaz en la literatura científica, con un buen conocimiento de los diccionaristas y con un empleo reiterado por los poetas postrománticos; sin embargo, y a pesar de su marchamo dentro de nuestra tradición, nenúfar fue otra vez de esas voces sentidas como caracterizadoras de un quehacer ocasional. Más aún, algún lexicógrafo de la categoría de Julio Casares olvidaba todo para sacar de las baratijas de la escuela unos nenúfares con que se caracterizaba a los poetas «melenudos»; bien es cierto que se dice «según el vulgo literario», pero también el vulgo literario repugnaba del endecasílabo de gaita gallega y Menéndez Pelayo ponía las cosas en su punto.
Nenúfar tuvo una larga migración por Europa ya desde el siglo XIII. Pero los caminos de su peregrinar comenzaron en España con la forma del árabe regional nainúfar, única de la que pueden salir el latín medieval inglés, el francés, el italiano y, por supuesto, el español. Si en francés alcanzó un gran prestigio literario, fue muy tarde, bien entrado el siglo XIX, y el uso de poetas como Banville o Verlaine o Moréas decidiría la propagación de nenúfar entre los poetas modernistas. Con ello nenúfar cohonestaría la vieja tradición española con la moda ocasional traída de Francia.
[Fuente: Extraido de Serta Philologica , F. Lázaro Carreter, t. I,
Estudios de lingüística y lengua literaria, Madrid, Cátedra, 1983, pp. 23-46]