Editorial Hijos de Muley Rubio

El Ejido: el miedo europeo a la inmigración desgarra a un pueblo español

 

El periodista Erik Martínez Westly traduce desde Washington para CORDEL el artículo del diario The New York Times publicado el pasado 8 de mayo, texto que por su interés reproducimos en su integridad.
El periodista Erik Martínez Westly traduce desde Washington para CORDEL el artículo del diario The New York Times publicado el pasado 8 de mayo, texto que por su interés reproducimos en su integridad.

Roger Cohen.
(Traducción: Erik Martínez Westley) El Ejido, España.

Los naranjos recién plantados en la Plaza de Colonización sugieren cierto orgullo cívico en este pueblo del sur de España. Sin embargo, lo que queda entre los escombros y cenizas de «Comunicaciones Afro-latinas» demuestra que el civismo se ha esfumado.


Las veinte cabinas telefónicas del establecimiento quemado eran usadas por los inmigrantes -en su mayoría marroquíes- para llamar a casa. Eso era antes de que les pegaran fuego el 20 de abril, dos días después de que el kiosco de prensa de un marroquí fuera también quemado en la ciudad cercana de Almería. «Esto es racismo puro – 12.000 dólares de inversión hechos añicos porque algunos españoles no pueden ver a los africanos,» dijo Armón Elia Mejía, el dueño, que es a su vez un inmigrante de la República Dominicana. 


Estos son los últimos incidentes de una ola de violencia xenófoba en esta zona del sur de España. Tras el asesinato de una mujer española en un mercado local a manos de un marroquí, a principios de febrero, brotaron tres días de violencia en contra de los miles de trabajadores norteafricanos asentados en la zona.

El peor caso
Esta 
explosión social, conocida también como «la guerra», ha sido el peor caso reciente de violencia racista en una Europa cada vez más incomodada por la inmigración. «Cuando un pueblo se levanta es porque ya está cansado», dijo Alejandro Fernández, prometido de la mujer asesinada. «Te lo digo: este sitio es una bomba de relojería».
En cierta manera, la bomba es de fabricación local. En El Ejido pasaron muchas cosas en poco tiempo, creando una cultura sin raíces propicia para que saltara la chispa. El Ejido se hizo rico por la producción invernal de frutas y hortalizas, se hizo mixto por la enorme cantidad de trabajadores marroquíes que las recogían, se hizo resentido y tenso porque su identidad cambiaba de repente.


Pero, de alguna manera, el dilema de El Ejido es el de toda Europa. España, como muchos de sus socios de la Unión Europea, es un país rico cuya población está envejeciendo rápidamente, con un bajo índice de natalidad, y con una aversión cada vez mayor a mancharse las manos trabajando. Necesita inmigrantes de países pobres por mucho que su orgullo se resista a admitirlo.


A través de todo el continente, jóvenes braceros emigran de países pobres -de África o de Europa del Este- engañados por las ofertas de trabajo, para enfrentarse a naciones hostiles que temen que su identidad cultural se diluya y que sus estados de bienestar se sobrecarguen.


En Austria, el partido de Jörg Haider tiene como primer punto de su agenda luchar contra «el exceso de extranjeros». En Alemania, los conservadores urgen a los ciudadanos a tener más hijos en vez de aceptar inmigrantes. En Francia se produjeron revueltas después de que la policía matase a un argelino. En Gran Bretaña surgen nuevas leyes drásticas para frenar el número creciente de los que piden asilo.


«La demografía de Europa requiere inmigrantes por una sencilla regla demográfica», dice Kristy Hughs, funcionaria veterana de las Naciones Unidas. «Pero intenta decirle eso a la gente. El ambiente político es el de una Europa-fortaleza, aunque los inmigrantes hagan el trabajo que nadie quiere hacer y nos garanticen que no acabaremos como un continente de viejos».


España está envejeciendo rápidamente. Sin un flujo de inmigrantes jóvenes y sin un cambio radical en la tasa de natalidad de 112 niños por mujer, será el país con el porcentaje más alto de ancianos del mundo en el 2050, según estudios de las Naciones Unidas. El 37% de la población tendrá más de 65 años en comparación con el 17% actual.


Alguien tendrá que mantener a esa población que envejece bajo el sistema actual de seguridad social, financiado por los contribuyentes, que predomina en Europa. Alguien también tiene que estar dispuesto a trabajar de sol a sol en la Costa del Sol recogiendo tomates y albahaca para los cincuentones de Hamburgo y Helsinki que quieren comer ensalada mediterránea durante todo el año.

Inmigración e innovación
Sólo 
sugerir, sin embargo, que inmigrantes de África y de Rumanía son la respuesta a estos dilemas, aunque provoca angustia en la Europa Occidental. Al contrario de Estados Unidos, estas naciones viejas no se consideran tierra de inmigrantes y más bien creen que la inmigración, antes que ser un catalizador de innovaciones, es una amenaza para los empleos fijos. En España, un país pobre durante mucho tiempo que mandaba emigrantes al extranjero, el salto necesario para cambiar esta mentalidad es enorme.


«Nosotros nunca nos creímos racistas… hasta la invasión de los noventa», dice el sociólogo Tomás Calvo Buezas. «Todavía lo negamos en público y políticos que tienen éxito por su programa anti-inmigrantes, como Haider de Austria o Le Pen de Francia, nos parecen impensables. Fíjate en nuestra lengua: a los ricos todavía los llamamos «árabes» y a los pobres norteafricanos los llamamos «moros».


Uno de los miles de norteafricanos que se ganan la vida bajo el ardiente mar de plástico que rodea El Ejido es Ilhami Elhoussin, de 24 años. En 1998 pagó 500 dólares para cruzar ilegalmente el Mediterráneo hacia España en una pequeña barca. A los otros 19 acompañantes los atrapó la policía nada mas llegar; Ilhami corrió tierra adentro y se escapó.


Dos años después, sus sueños de inmigrante se limitan a lo siguiente: una casucha sin agua ni luz, con un techo de plástico sujeto con rocas, en medio de un páramo árido hacia donde el viento sofocante de África lleva rodando las bolsas de basura. Comparte la chabola diminuta con su primo. Otros cincuenta braceros africanos viven en chozas parecidas pegadas unas a otras en las afueras de El Ejido.


Algunos lo tienen un poquito mejor. Eljabiry Salah, 29 años, tiene luz y agua en su chabola. No obstante su cama es un colchón de goma espuma colocado encima de las cajas que usa durante el día para recoger frutas y hortalizas.»Mi casa es para animales, no para humanos», dice Elhoussin. Pero se niega a volver a África. Aquí puede ganar hasta 25 dólares al día recogiendo frutas y hortalizas. En Marruecos, dice, no hay trabajo para los jóvenes… a menos que quieras alistarte en el Ejército por 6 dólares al día.
Este joven africano en Europa sale casi todos los días con cuchillo y tijeras a trabajar bajo el mar de plástico, donde las temperaturas pueden alcanzar 45 grados en primavera y verano. La perspicacia humana todavía no ha sido capaz de crear una máquina que recoja tomates. Por lo tanto, los recoge Elhoussin, llenando los cubos a un ritmo de más de 12 Kgs. por hora. Mañana, la fruta madura estará en Perpignan, Francia o Rotterdam, en Holanda, lista para adornar la «Insalata Caprese» del almuerzo.


Estas exportaciones, que han superado 115 millones de toneladas anuales, desde unas 100.000 toneladas a principios de los ochenta, han convertido lo que era una esquina paupérrima de España en un pueblo de gran riqueza y fuerte crecimiento económico. El sol que se derrama sobre 75.000 acres de invernaderos ha resultado ser tan valioso como el petróleo. 


La construcción en El Ejido se ha hecho omnipresente. El pueblo ha doblado sus habitantes desde 1981, de 29.000 a 55.000. Nuevos centros comerciales están de moda. Pero esta «nueva España», chic y confiada, sigue siendo extranjera para Elhoussin y los norteafricanos cuyo trabajo ha ayudado a transformar la región.
Elhoussin, uno entre ocho hijos de un pueblo de las afueras de Casablanca -la natalidad de Marruecos es dos veces y media la de España-, manda un promedio de 350 dólares al mes a su padre para mantener a la familia (su hermana más pequeña tiene 10 años). Con los 150 dólares que le quedan vive de manera humilde, sin apenas salir, sobre todo desde «la guerra».


«Muchos bares no aceptan marroquíes por la noche», nos dice. «Hemos venido aquí a trabajar de la misma manera que trabajaron los españoles cuando salieron de España una vez. Los jóvenes marroquíes queremos una casa, un coche, y el dinero es mejor aquí. Pero la mayoría en El Ejido es racista. No quieren arrendarnos sus pisos o terrenos, no quieren que miremos a las mujeres, no quieren que construyamos mezquitas.»


No obstante, la violencia de febrero, en la que más de quinientos norteafricanos perdieron sus casas, asombró a este joven marroquí. Mientras las chabolas y los coches ardían, y una masa de gentuza merodeaba por el pueblo con palos, Elhoussin huyó aterrorizado a las montañas, detrás de El Ejido, donde junto con otros marroquíes aguantó cuatro días sin comer. Por fin regresó, pero a un lugar que había cambiado, donde los resentimientos escondidos se habían convertido en llagas a flor de piel. La tregua inestable actual es sólo parcial, marcada por comunidades divididas que evitan mirarse y por esporádicos brotes de violencia.

Hablar sin oirse
En 
cada guerra, hay dos realidades entre las cuales parece que no se pueden tender puentes. Atrincherada en sus mundos opuestos, la gente habla sin oírse. Según las autoridades y empresarios españoles, los marroquíes son responsables, en gran parte, del cataclismo. Tenemos la muerte de Encarnación López, la mujer asesinada en el mercado, pero diez días antes ocurrieron otros dos homicidios perpetrados por marroquíes. «Aquí hay más de 4.000 norteafricanos sin trabajo fijo» dice Antonio Martín, encargado de la seguridad regional. «Si no trabajan no pueden comer; así es que roban, trafican y causan problemas».


Las quejas van más allá. Si los marroquíes viven en chabolas es porque no quieren pagar el alquiler, dicen los españoles. Si no pagan el alquiler es porque mandan el dinero a sus familias. Si alguna vez deciden alquilar quieren meter a 20 en un cuarto y ¿quién puede aceptar eso en Europa?
Siguiendo estos argumentos, los españoles fueron a Argentina y a Alemania a trabajar cuando el país era pobre, pero eran culturalmente compatibles, no como estos «moros» que esperan que se les dé todo lo que su propio país no puede ofrecerles y sin invertir aquí ni un céntimo.


«La realidad es que nos hace falta su trabajo y, por tanto, vamos a tener que aprender a vivir juntos,» dice Antonio Escobar, director de Agroponiente. «Nuestra mentalidad tiene que mejorar. Pero ellos también tienen que aprender a asimilarse. ¿Por qué tenemos que adaptarnos a su Ramadán?»
Fernández, 25 años, el hotelero apenado que se iba a casar con López antes de que su asesinato encendiera la violencia, todavía lleva el anillo de oro y sus ojos azules se llenan de lágrimas cuando habla de su amada.»Era humilde, trabajadora y cariñosa … era perfecta para mí,» dice señalando el crucifijo que le cuelga en el pecho. «Pero una mujer no vale nada para un marroquí. La cambiaría por una cabra o por una oveja.»


Como en cualquier disputa, la verdad oscila entre las dos partes. Los «Moros» fueron los Árabes y Bereberes que conquistaron España en el siglo octavo y permanecieron en la península hasta su expulsión en 1492. La historia le añade cierta carga al problema. Los periódicos en Marruecos han estado denunciando a España por «una nueva cruzada anti-islámica».


Además, por si faltasen problemas, tras una gran y rápida expansión, la industria de productos agrícolas se ha estabilizado y los trabajos están empezando a escasear. Se paga cerca de 500 dólares al mes, cantidad que no atrae a los españoles, que esperan por lo menos el doble de eso, aunque el desempleo alcance un 15%.
Nadie sabe con certeza cuántos norteafricanos están en la región. Ali Blidan, líder de un grupo para los derechos de los inmigrantes, los estima en 45.000. La policía dice que menos de la mitad. La mayoría llegaron en la última década y, sin embargo, las plazas de El Ejido están llenas de jóvenes marroquíes desocupados.


En la plaza del distrito de San Agustín, donde ardió la empresa «Comunicaciones Afro-latinas», hay dos bares. A uno van los españoles y a otro los marroquíes. Los dos grupos, que no comparten ni los bancos, se miran sospechosamente. Al lado, en el cuartel local de la policía, Paco Ruiz, jefe de la policía local, ofrece una explicación diferente sobre lo que ocurrió la noche de la violencia. Según él, el problema lo causaron los marroquíes y argelinos, «que no se aguantan». Como no pueden beber en sus países «cuando llegan aquí pierden el control», opinaba Ruiz. Miró a un visitante a los ojos y prosiguió: «Puede que el fuego se haya apagado, pero las brasas siguen ardiendo. Este sitio va a explotar de nuevo».

Exodo a Francia
Para 
asegurarse de que esto no pase, las autoridades han movilizado a varios cientos de policías extras desde febrero. También el Parlamento ha introducido una legislación que permite regularizar su situación a los inmigrantes ilegales que llegaron antes del 1 de junio de 1999.


Pero a Ilhaimi Elhoussin no le interesa quedarse. En cuanto ahorre un poco, dice, quiere irse al norte, a «un lugar más civilizado, como Francia» donde espera trabajar en un restaurante. La bienvenida allá no promete ser más acogedora. La actitud de la Europa-fortaleza varía poco de país a país. «La marcha desde el sur hacia el norte es inevitable», dice Jean Claude Chesnais, un demógrafo francés. «La población de África crece 20 millones al año mientras la nuestra decrece rápidamente. El problema es que tenemos miedo de la inmigración que nos hace falta».


Fernández, todavía de luto, ve lógico este miedo. La puñalada a su prometida fue una aberración, el trabajo de un hombre. Pero las emociones son irracionales y Fernández insiste en sacar conclusiones generales. «¿Quién -se pregunta- quiere jugársela viviendo con un vecino que es un completo desconocido?».

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