Llevar el lenguaje a sus límites extremos: poesía. A su cota más alta de significación o a esos lindes en los que la palabra se deconstruye, va más allá de sí misma, se invierte incluso, y se abre a la posibilidad de sentidos nuevos, inusitados. Este viaje a los extremos no siempre es bien comprendido ni aceptado por los partidarios de la normalidad, de la normatividad, de la corrección; pero he ahí la labor. El cordel poético en pocos casos se ofreció tan tensionado como en las obras respectivas de José Ángel Valente, Juan Luis o Leopoldo María Panero, la una cerrada ya definitivamente, las otras aún en plena aventura por los alrededores de la palabra. Estos poetas muestran en apariencia senderos que quisieran conducirnos a lugares muy diferentes y ajenos entre sí. Laberintos que se trifurcan -y en cuyos recodos brota a veces la trifulca-, pero que tal vez confluyan a la postre en un punto fronterizo: el de la desaparición, el de la destrucción. En José Ángel, a través de la disolución de todo lo que signifique estabilidad del ser o del sentido para acoger en la poesía lo radicalmente originario y anterior. En Leopoldo María, por medio del deshacimiento de la realidad y del propio yo para asirse a una circunstancia sólo válida en el interior mismo de la poesía. En Juan Luis, como lúcido sedimento de sus exigentes derroteros literarios y geográficos y como consecuencia de elegidas -y por tanto lógicas- derrotas humanas y vitales. ¿Cimas? ¿Opuestos? ¿Facetas de una misma figura? Tal vez por eso se repelen, se acometen, pero no se olvidan ni se ningunean, se confrontan, son iguales. En este número de ADDENDA se realizan algunas calas en torno a la escritura de estos poetas, salen a la luz textos nunca antes publicados, y se ofrecen algunos testimonios de los protagonistas y de personas que vivieron o trabajaron muy cerca de ellos. No es más que una forma de recordar a esos escritores extremosos cuya obra continúa ofreciendo hoy a sus seguidores algunas de las más sugerentes singladuras textuales dentro del panorama de la lírica española contemporánea.
ACERCA DE LA GENERACIÓN DEL 98
No he leído a Azorín, ni a Baroja, ni al torpe Valle Inclán; sí he leído a Juan Ramón Jiménez, y me gusta de él sobre todo «Espacio» y «Dios deseado y deseante»: tan parecido a Stefan George.
La humanidad, como Juan Ramón Jiménez, es mala y sólo la poesía reivindica lo humano: Hölderlin no estuvo loco. En cualquier caso, si él lo estuvo todos lo estamos, «nous sommes tous plus ou moins fous» , como decía Baudelaire en «Le Vin de l´Assassin»: la locura es la sal de la vida, y con ella lo que Juan Ramón llamara «la escelsitud de mi amargura». Todos escondemos dentro un hombre miserable, un enano negro, una sombra que aúlla: mami qué será lo que quiere el negro: el inconsciente es una sombra que no nos perdona.
Juan Ramón, en su libro «Dios deseado y deseante», lucha contra lo que Mallarmé llamara «âme lamartinien» . La poesía, como digo yo en el libro al que este texto pertenece, es un conjuro contra la vida, una cantilena, un opus, una cifra, como dijera Deleuze.
En cualquier caso la poesía no es la verdad, precisamente porque nos defiende de la vida.
Y la vida es sucia, la vida huele, y la poesía limpia el pozo negro de la vida. Allá donde Juan Ramón Jiménez estuvo, estaré yo, tal como en el término freudiano «Wo es war, söll ich werden» , allá donde ello estuvo, yo he de advenir, no para desplazar al ello, sino para ubicarse en su mismo lugar: la poesía desconoce al hombre.
Conjuros contra la vida (Inédito).
Leopoldo María Panero.